martes, 25 de noviembre de 2014

Un viaje a "Los rituales de la tristeza"


Por Reneé Acosta


Este poemario que nos ofrece en esta ocasión la poeta, ensayista, investigadora y editora Adriana Tafoya se nos presenta asombrosamente como un punto y aparte a la poesía contemporánea, que nos ha dado por llamar: la poesía genérica mexicana. Sin duda es una poesía alternativa, propositiva en tanto estética muy propia, muy única y por lo mismo una aportación a la poesía mexicana. La poesía de Adriana Tafoya es tan diferente a las tendencias prefabricadas y predigeridas de los parámetros de la poesía que se escribe en México y que en gran parte ha sido impuesta, sometida y  predictada por Octavio Paz hacia todos los talleres de literatura mexicana en toda la extensión del territorio. Claro que encontramos ciertas diferencias contundentes entre la poesía de Adriana en su contexto histórico literario: 1.- en primer lugar todo el estilo que desarrolla la autora, las palabras que elige, la compulsiva espontaneidad de su procedencia, no puede ser considerada dentro de la poesía recortada y sin licencias de la literatura nacional, 2.- la extensión de los versos, que no se dejan llevar por el ritmo de una medida métrica preestablecida ni por los metros tradicionales, ni por los metros modernos del verso libre; sino que por el contrario, se va marcando por su propia entonación, por el tono más que por el metro y 3.- en tercer lugar, los temas que aborda se vuelven hacia una estética cuya herencia se identifica con los poetas malditos, con los románticos pre simbolistas y con el simbolismo mismo, hablando de Rimbaud y de Lautremont. Aunque los temas puedan resultar escandalizantes, vistos desde la propia estética que propone la autora, todo se deja envolver de un leitmotiv: la tristeza, y aún más, la decadencia que la acompaña. Toda tristeza es un final en sí mismo, un cierre, un fúnebre letargo.

La poesía de Los rituales de la tristeza contiene una vibrante intuición de imágenes que laten vitales, en la más médula de las impresiones, altamente sígnicas, en símbolos imágenes intuitivas. A través de una dialéctica sígnica de soliloquios nacidos en la visceralidad del dolor, desde una pureza no tamizada, no filtrada por los parámetros de una poesía genérica o de tendencia popularizada; toma en cuenta las intuiciones vueltas imágenes, vueltas signo.

Arroja una pregunta y dice quién sabe hasta qué grado pueda uno entregar a un hijo. Adriana Tafoya habla con palabras con un sabor de alta poesía, de gran poesía. Lo suyo es bastante lejano de esa poesía promedio de escuela literaria, esa poesía genérica, artesanal, desproporcionada, filtrada por las imposturas. La poesía debe ser libre, expresión de libertad y para ello se requiere que la poesía sea honesta. 

Los poemas de Adriana Tafoya afloran una honestidad cuya tesitura se instala en las profundidades de la naturaleza humana. Se vuelve difícil identificar las influencias, porque no hay un corte ni un recorte prefijado, premasticado y predigerido, del cual provengan las palabras. Eso lo hace muy diferente a la poesía que colocan en los hashtags y los aparadores literarios contemporáneos. 

En El derrumbe de las Ofelias toca con figuras arquetípicas de la mujer, de los seres femeninos del agua, las lamias, las ofelias muertas, el eterno femenino, la mujer loba. Los títulos de los poemas aparecen como nombres de cuadros, como si fueran pinturas, esto también es significativo en tanto a lo que la autora quiere mostrar. Tanto así que dice en el poema “tintura donde nunca amanece”: 

Caballete junto al balcón
frente al flameante matiz de resolana
sobre la acuarela el pincel
alfombra
donde mis amigas sonríen
con cigarrillos
en las manos tertulias
tumbadas
al lento roce de los pezones
en las telas

y los amigos
al filo 
de los dientes
con la delgadez de la copa
del coñac
tintineando los dedos del pianista
en burbuja plástica
donde reposan bocas
con los colores de las fresas
y la música de Satie
el óleo y el viento es rojizo
tengo amantes
me gusta el sonrojo de los hombres
el rubor de sus mejillas
el mas amado es frágil
de ojos tan negros
tan apasionadamente fríos
por el dorso
le resbalaban aguas tibias
juntos
con el cuerpo onírico
en el tinte del vino
esperamos el amanecer 
que nunca llega
para abrir los ojos
y besar de nuevo el sol

Adriana explora temas fuertes como el sexo con ancianos, la muerte de los hijos, el sexo con desconocidos; conforme avanza el poemario es cada vez más y más una poética de la emergencia. Habla de la carne, de los insectos que se la comen. Habla descarnadamente del tema de la muerte como en el poema El desmoronamiento de la carne 

Igual que por la mañana 
un día
se esfumara la sortija del cielo
igual me iré
y conmigo la forma de las cosas

Hay un profundo aire de oscuridad en toda la extensión del libro. Inevitablemente las palabras se van volviendo más y más fuertes. Como una lamentación extensa se vierte el último poema Los rituales de la tristeza. La sangre, el sexo, la carne, el cuerpo desgarrado, el dolor en todos los aspectos, desde el dolor de la frustración y la búsqueda de una satisfacción. Todo el dolor de todas las cosas se pone de manifiesto. La putrefacción de la sangre, las imágenes de la carne en sus facetas brutales, porque aunque hable de la sexualidad, es brutal. 

Tal vez los rituales de la tristeza quieren mostrar justamente esto, todo este proceso de la carnalidad desde sus extremos en la exploración de las posibilidades más incómodas. Me recuerda en gran medida la estética Artaudeana del teatro de la crueldad y sus visiones del arte, la poesía, el teatro, desde la crueldad. Decía Antonin Artaud en el teatro y su doble, que el verdadero arte debía enfermar por contagio; el verdadero arte debía herir sacando a la superficie las zonas más incómodas, las más difíciles, las más delicadas e hirientes. Adriana Tafoya nos muestra una poesía que cumple con estas expectativas de la estética Artaudiana, porque además de la fluidez medular de sus imágenes, esa especie de intuición a flor de piel, ese sabor de espontaneidad que lo hace latir, que lo hace palpitar como un corazón en carne viva; el poemario se va hacia zonas de la conciencia tan orgánicas, que me hace recordar a la obra de Deleuzze y Guatari “El cuerpo sin órganos” que justamente habla de Artaud.

En cuanto a la realización del libro, sus aspectos técnicos, posee una belleza en las imágenes, en el balance de sus oposiciones, sus juegos de sintaxis, su fluidez general, que podría destacar como la balanza de equilibrio frente a lo tópico y lo delicado de esos juegos, donde realmente se realizan los rituales de la tristeza. 

viernes, 14 de febrero de 2014

Pero nunca más un hombre

Por José Manuel Ruiz Regil.


Adriana Tafoya, con la malicia –poética- que la caracteriza, plantea un poemario que anuncia ser un réquiem por la humanidad (Los rituales de la tristeza). Y juega con el lector en estos cantos –diez- (Los cantos de la ternura), que como las sephirot, pero a la inversa, descrean la vida manifestada en la tierra –al menos la humana-. La autora quiere distraernos con algo que pareciera anecdótico: el asesinato de un hijo. Y logra, por instantes, estremecer la buena conciencia del lector superficial que piensa en el infanticidio o el aborto. Sin embargo, la profundidad de la voz poética de Tafoya se enraiza mucho más allá del mundo carnal, aunque su asunto, paradójicamente, lo sea, en esencia. Es la voz de la diosa madre, dadora de vida, la esencia misma de las cosas que hace acto de contrición y se arrepiente de haber engendrado semejante vástago. Su desprecio macabro destila la ternura de quien reconoce que su obra está mejor en la basura; que es preferible eliminarla a atestiguar el desgobierno en que se encuentra. Y, sin más, con esa indiferencia amoral que tiene la naturaleza para crear o aniquilar lo vivo, “cicatriza la grieta del suelo donde florecen sus canarios”.
Rechaza, entonces, al hombre (particular y universal) que con su soberbia quiso enseñorearse de todo, mancillando lo bello y sutil. Y le destruyó en la cara su inocencia. Secularizó su vagina y lo dejó huérfano de esperanza. Sin embargo, la indiferencia declarada de la “madre de rostro negro”, ese “ser de cenizas” que “guarda sus ojos”, no desconoce el  dolor. Y lo desmorona en esa nada donde la forma no genera un nombre todavía, para nacer otros hijos en esa “isla de trigo”; pero nunca más un hombre.


jueves, 13 de febrero de 2014

Recado de Tomás Browne a propósito de "Los cantos de la ternura"

Este comentario abierto - al margen, sin pretensión de nada, sólo a modo de saludar a tu poesía por este nuevo año - al terminar tu libro cuyo final me ha llevado otra vez al comienzo de la ópera de la tempestad:


'Adriana, por la forma de tu poemario, Los Cantos de la Ternura, adivino que son también Monólogos para un Drama Lírico, para la catarsis de la mujer. La figura del niño es el transporte hacia la imagen del típico hombre convencional , del macho (que, a veces, como en el poema (3), se transforma en el típico amante de paso) el que es abandonado, rechazado, hasta que vuelve a la figura del niño mismo en el poema (8), pero para suspender los sentimientos y seguir adelante hasta recuperar la libertad en el poema (9) con la purificación de lo que el niño-hombre le ha significado, porque el héroe cambia su estado, vuelve arrepentido a un vacío inicial. Desde este vacío, la materia aparece como (0), con el primer verso Tengo que dejarte, por lo que hay nueve poemas en vez de diez. Me di vueltas en la numerología (incluso pasé por La Vida Nueva de Dante, donde el nueve es el número perfecto en relación con el amor), o pensé que cuando uno cuenta 9,8,7,6…, cuenta hasta 0, y hace sentido en cuanto el primer verso del último poema es Tengo que dejarte; pero en fin, aún es misterio no resuelto.
Lo que sí: descubro una secuencia, en parejas, con el primer verso de cada poema. Tengo que dejarte (0) y Me alejo de ti (4), marca una ruptura meditada; Te abandono y (1) Te rechazo (2), marca una ruptura inmediata; En verdad creías (5) y Te enseñe que no hay verdad (7), un distancia gnoseológica con respecto a este hombre-niño ingenuo; Hoy niñito sucio (6) e Igual que por la mañana (9), un sarcasmo del tiempo impío; Camino sobre el fuego (3) y La muerte de un hijo (8), Estas parejas son formas de recuperar lo perdido o ganar lo que no se tuvo; la mujer recobra la fuerza y vuelve al hombre un niño del cual no puede apiadarse para conseguir liberarse. Pues invertir la relación entre hombre y mujer no es suficiente (incluso en el dejar, abandonar, rechazar, etc) sino que debe haber un desahogo real pero también un buscarse a sí mismo en soledad para partir, irse. Así la ternura es siempre desde ella, hacia ella, que arranca a veces destellos de violencia, hacia otro, como en el poema (4): Me alejo de ti/ como quien se corta/ un brazo virulento… te hubiera arrancado/con un cuchillo/ de mis entrañas; y destellos de desafectos , como en el poema (5): Ni te amo hijo ni te odio/esto lo hago indiferente; y destellos de desprendimiento, como en el poema (6): Otros amados nacerán/pero hombres/ya no; todos destellos necesarios para que la ternura sea la forma en que la catarsis sea efectiva y recobrar la libertad, la autonomía: Resucitaré /en el minúsculo corazón/ de un pájaro/ en el mundo de mi otro sueño, dice el poema (9) que al final dice: Quizás estés ahí/y hermoso sea/ que no te llames hombre… , que es la recuperación de lo renunciado bajo otra forma, ¿la del vacío?, que me trae a la cabeza los finales de las tragedias griegas, donde el héroe reconoce su error o le dan muerte los dioses, todo desde la boca de Adriana que es la boca del ritmo, por eso mi ingenua lectura pero que intenta ser lo más fiel a lo que la poeta dice, es que Los cantos de la Ternura, además de poemas sueltos, son también a mis ojos Monólogos para un drama lírico.
***
Me recordó, Cuando amas debes partir, de Blaise Cendrars : Cuando amas debes partir, deja a tu mujer, deja a tu hijo, cuando amas debes partir, deja a tu amante… ( es lo que recuerdo del poema) y El quinto Hijo de Doris Lessing, el hijo, el niño en esa novela puede ser visto como la representación del machismo desde la maternidad, un niño horrible. Si no lo has leído…Bueno es un libro muy fuerte.

martes, 11 de febrero de 2014

Ha nacido un niño: de la irónica ternura a la tierna ironía



Por Carlos Santibáñez Adonegui

Adriana Tafoya, Los cantos de la ternura, Ed. VersodestierrO poesía para evolucionarte y ser, (Col. Poesía sin Permiso), fotografía y diseño de portada: Andrés Cardo, versodestierro@gmail.com, México, marzo 2013. Reseña por: Carlos Santibáñez Andonegui.


El dar a entender lo contrario de lo que se expresa, es ironía. Cuando la voz de la poeta afirma en la obra que nos ocupa: “Ni te amo hijo ni te odio,/ esto lo hago indiferente/ y morirás antes que la flor/ termine de brotar”, hay ironía, porque en una mujer que deja morir a su hijo o lo mata, no puede haber indiferencia. Hay ironía en el hecho de que tengamos que buscar los elementos mitológicos previos de que esa mujer probablemente sea una diosa o un ser del inframundo que trata de asemejarse a ella. En la mitología, es Hera la esposa de Zeus, quien intenta matar al niño que Zeus su marido, ha engendrado con otra, (sea Semele o Perséfone dependiendo la versión) fuera de matrimonio. La ironía está en que la referencia mitológica se disimula en este poema, al punto de insinuarse apenas al mencionar que el feto al que se trata de asesinar es hijo de Bacchus, nombre que hace factible invocar a Baco, el dios del vino, el que libera a uno de su ser normal mediante la locura, y a partir de ahí, reconstruir que el niño era hijo del hijo odiado, asesinado, resucitado en tanto fruto de los amores de Zeus, padre de los dioses, con una “no tan diosa”, como Perséfone o Semele, y la ira de la esposa de Zeus, Hera, diosa de diosas lo perseguía para matarlo pero de alguna forma el niño era salvado en parte, sea trasplantado al muslo del padre o mediante la treta de salvar su corazón, única parte del cuerpo que los rayos no habían destruido, de donde el dios de dioses lo rescataba para volverlo a plantar en la matriz de la madre, o dárselo a comer, haciendo al niño nacer así dos veces. Es así en la mitología, pero en este poema tendríamos que adelantarnos a saber esto, para entender que es la diosa de diosas quien advierte al hijo de Baco: “Irónico será verte/ jugando al tigre/ con un mechón/ de mi melena”. A lo mejor llegado a este punto ya pudiéramos empezar a decirle a Adriana Tafoya: “Elemental mi querido Watson”.

Se ha sugerido que los ritos dionisíacos pudieron jugar alguna influencia en el ritual cristiano de comer y beber el cuerpo y la sangre de Cristo. Es irónico que se pueda emprender la lectura de este poema sin referentes que apuntalen suficientemente esta otra lectura. Por aquello que alguien dijo alguna vez: con la ironía no se juega. Pero eso también es irónico. De la ironía no puede zafarse la poesía en general, pero tampoco se vale abusar de ella. Si su sentido era tan hondo como proyectar el destino del hijo del odiado como aquel que no es Amo, ni del verbo amar, se deben dar más pistas. Una de ellas: la ironía. El mundo no podrá durar otro milenio según han empezado a demostrar ecologistas, pero ni eso podrá cambiar definiciones de anteriores milenios que más vale prepararse a admitir tal como están. Por ejemplo el amor hacia un feto que se anima a venir a la vida, que nada tiene que ver con estos versos de la autora en la obra que nos ocupa: “No pondrás un solo pie/ en los jardines,/ estúpido retoño”. Porque pasando al plano social, el aborto, cuando es necesario o de carácter legal, según lo instruyan las diversas legislaciones en cada lugar, no se produce nunca con el deseo en sí de matar al feto, de matarle de mala fe, sino se admite como un “menos mal”. Por eso, calificaría de excesivamente arriesgada la postura poética de Adriana Tafoya en su opúsculo: Los cantos de la ternura. Desafiar el sentido elemental de amor al recién construido es algo que yo nunca hubiera hecho. Hacerlo, o seguir estimando a la persona que lo hace, requiere una justificación teórica del tipo de justificaciones que puedan recaer a la escena de El extranjero de Albert Camus, en que al protagonista no le causa ningún sentimiento aparente la muerte de su madre, como acabo yo de hacerlo con traer a cuento los ritos dionisíacos misteriosamente filtrados al ritual cristiano. Los misterios dionisíacos son tan importantes que una teoría, el dionisismo, rastrea en ellos las raíces del arte literario y la tragedia. En tiempos más recientes Bultmann y otros opinaron que la teofanía dionisíaca estaba transferida a Jesús. Se sabe que el milagro de la transformación del agua en vino ya estaba antes de Cristo aunque de otro modo. Se suponía realizado indirectamente en unos recipientes dejados en reposo al alto vacío por sacerdotes adoradores de Dionisio. Lo cierto es que los palestinos ya estaban familiarizados con la transformación del agua en vino como milagro antes de que lo actualizara el evangelio; a casos como éste la teosofía judeocristiana aplica el nombre de “causas primeras”, sin que por ello pierdan un ápice de su valor, al contrario, esto les aumenta el misterio. Tampoco es aplicable a estos casos el apotegma byroniano retomado en Rosario Castellanos y que estaba también en Baudelaire y antiguos clásicos, de que “matamos lo que amamos, lo demás no ha estado vivo nunca”. Eso es otra cosa: eso es que creemos amar a alguien y sin querer le estamos poniendo “la inicial de fuego”, la dolorosa marca de nuestro amor. Es trágico y ya. Ni modo de no amar a nadie. Tampoco estamos ante otro de los flancos más sabrosos de la ironía: la irreverencia. Qué va. Estamos ante la ironía lindante con lo canalla. Dionisio, o Baco, hijo de Zeus, raíz de la vida indestructible se ha etiquetado como deidad de vida, muerte y resurrección. Su hijo debió ser la versión corregida y aumentada. (En ese tenor la mitología habla de Acis, un príncipe siciliano). Al faltar elementos o ser sólo rastreables por especialistas, debemos situar el alcance de la ironía de Adriana Tafoya en el valor de trascender el acto de parir por parir, sin reparar en consecuencias, sin obligarse al compromiso por amor, de educarle, orientarle, sacarle adelante o, como se dice, no darle la caña sino “enseñarlo a pescar”. Cuánta irónica ternura se desprende en estas fechas, de los Nacimientos, y cuán lejos se está de comprender la tierna ironía de nacer. Se cae en la simpleza de parir y ahogar el compromiso en celebración momentánea, y en el hombre suele ser aún más cobarde porque, en muchos casos olvida de que hizo un hijo o una hija y llega a abandonarle a su suerte, y eso sí: él es hombre ¿eh?, puedeproclamarse hombre y que se lo celebren en todos los foros. Y decretar oficialmente que eso es un hombre en no sé cuántos países, en no sé cuántos idiomas, y se prohíbe pensar que vaya a ser de otro modo. Que encarcelen a quien no piense como él. El hombre machista, traidor hasta con él mismo, reafirmado en más de setenta países que proclaman su rechazo a otras formas de sexualidad, pero de eso, qué poco se sabe, qué poco se habla, y cuánto se calla. Pues bien, esto es lo que yo resalto en la lectura del poema, convertido en breve libro, por Adriana Tafoya, publicado en la fina colección “Poesía sin Permiso”, de su editorial Verso Destierro. Pero que en realidad es parte del poemario inédito Los rituales de la tristeza y que en tanto obra de arte difícilmente pudo haber sido hecho con la sola intención de “gustar”. Su propuesta vale por un arte que no nace para gustar, como el feto de esta historia poética, sino para mover y remover estructuras. El verdadero valor humano en el hecho de parir, se ha perdido en tantos casos, al no asumir el compromiso de que HA NACIDO UN NIÑO, lo que tanto se dice de dientes para fuera en estos días de Nochebuena, y concretarse a parir en forma autómata, lo que ha llegado a ser más común de lo que parece, y es tan cruel, tan crudo, que es posible requiriera una metáfora igualmente sucia y cruel como la que emplea la autora, de odiarlo de plano, irse al otro extremo y propiciar incluso su exterminio o desaparición. Sólo por esa intención de destruir para construir, de señalar lo peor para propiciar lo mejor, acepto el traslado de la “voz” o la “mirada” autoral hacia la infamia, y la distancia respecto a un manuscrito anteriorque este poema exige como una petición de principio, ¿letanías satánicas?, investigación documental medievalista en causas instruidas por herejías y confesiones inquisitoriales para quema de brujas como: “Apagaré la luz/ para que no me encuentres”, que jamás podrán ser inspirados por Dios, sino precisamente, por quien ha reconocido la Iglesia Católica también en recientes modificaciones a su Santa Misa, no es, no puede ser objeto de aquella sangre preciosa que fue derramada para el perdón de los pecados. Por eso ya no se dice que la Preciosa fue derramada por nosotros “y por TODOS los hombres (y mujeres) para el perdón de los pecados, sino solamente por MUCHOS”.

El resplandor no siempre viene de la luz, a veces nos acerca a la peligrosa “luz bella”, que es “luzbel” (el diablo), así cuando la madre asesina profiere: “No debí radiar/ y obsequiarte el colibrí dorado.// No debí radiar/ y concederte la palabra”, así sea luz y sea bella, no es más que luz bella: Luzbel. La luz bella enreda al poeta, es una trampa. En ella cae la mujer cuando asume en forma destructiva su superioridad ante el hombre.  “No te engañes, no soy virgen/ los hombres no me son ajenos./ Tú eres niño/ es ese tu lugar/ en el que derramo mis gorjeos/ y donde con violencia/ se aprietan las flores”.
No es tan cierto. Siempre se ha sostenido la creencia –y no se ha podido derogar- de que detrás de un gran hombre, hay una gran mujer, en el fondo no tan pasiva como parece, y la convicción, que cualquiera puede constatar, de que muchísimos hombres dan a las mujeres algo material a cambio de su amor, por más que a muchas les urja darse por robadas. Hay de todo, pero en la balanza vemos que el hombre tiende a dar algo a quien desea o ama. Y no a quedarse con todo o gastárselo en copas y farras. La vida no es mitología. No es la mujer la víctima y el  hombre el victimario o viceversa.
Y es que la definición de la ironía, va más allá del “canon”. Hay cosas que queremos englobar bajo la palabra “canon” y prenderles fuego como a los regalos de un novio traicionero. Pero la verdad es que ni siquiera se inmutan con nuestra ceremonia rosa de prenderles fuego en el jardín. La ironía es una de ellas. Dar a entender lo contrario de lo que se expresa o de lo que es, es tan antiguo como la poesía misma; podrá ser manejado de muchas maneras y a virtud de ello defender que ha dejado de ser figura retórica en tanto no se adscribe a un solo verso o unidad reconocible dentro del texto, sino se expande como por prodigio, y esto desde luego es un logro, porque hace avanzar la ironía impregnando a todo el texto, pero no significa que ya no sea ironía.
La obra que nos ocupa, utiliza la ironía en tanto expresa puntos de vista que parecen incongruentes o tienen una intención que va más allá del significado simple o evidente de las palabras o acciones: lo criminal repugna a la naturaleza humana y se vuelve punible en el momento de hacer daño a quien se aventura en el riesgo de vivir, como lo hicimos todos alguna vez para estar aquí, aun cuando seamos sus autores aparentes porque la naturaleza nos usa en calidad de instrumento de su creación; no somos omnipotentes, respondemos a un plan. Si hay propuestas antipoéticas e inhumanas, son lanzadas aquí a partir de una plataforma irónica que se construye con antelación: “No consideré que mataras mujeres,/ no anticipé que sangrarías/ a tu hermana/ nunca medí que tomaras/ al mundo/ al universo/ como una propiedad”.

Pero ni la poesía, ni la mitología, ni nada justifica el que una mujer quiera matar al fruto que trae dentro de sí; que lo planteen estos cantos, lo acepto como visión irónica a la que se antepone el epígrafe de Balzac “El amor odia todo lo que no es amor”, pero a ese epígrafe opongo este otro también de Balzac: “Ninguna mirada me ha servido para iluminar este mundo”,  y en completa ironía, concluyo: Y mucho menos ésta.


miércoles, 5 de febrero de 2014

Inteligencia emocional e imaginación en "Malicia para niños" de Adriana Tafoya

Por Alejandro Campos Oliver 




Cualquiera puede ponerse furioso […] eso es fácil. 
Pero estar furioso con la persona correcta, 
en la intensidad correcta, en el momento correcto, 
por el motivo correcto, y de la forma correcta… eso no es fácil
Aristóteles


Cuando de niño los maestros tacharon de inepto a Einstein para las matemáticas, él se imaginaba con frecuencia montado en un rayo, alcanzando la velocidad de la luz. Fue gracias a esa imaginación que pudo crear su fórmula E=mc2. 

En su Teoría de la relatividad, Einstein afirma: “la imaginación es más importante que el conocimiento, porque mientras el conocimiento marca todo lo que está ahí, la imaginación apunta a todo lo que va a estar”.

Hoy quisiera compartir algunos conceptos de inteligencia emocional (IE) desde el medio o la posibilidad de la poesía con el pretexto concreto de un reciente libro de una de las poetas, editoras y gestoras culturales con mayor trabajo persistente en nuestro país: Adriana Tafoya y su estrenado poemario Malicia para niños (Versodestierro, 2012), librito que me cautivó desde que lo tuve en mis manos y que he releído al menos unas cinco veces.

¿Conocen casos de alumnos inteligentes que no son exitosos? ¿Por qué creen que algunas personas son más aptas para superar problemas personales? ¿Consideran que el no saber controlar ciertas emociones puede arruinar carreras profesionales? ¿Creen que la poesía tiene alguna utilidad? ¿Cuándo de poesía se trata en la escuela deja espacio a la captación intuitiva o sólo se queda en un ejercicio racional interpretativo? ¿Se puede dar poesía como una vía insustituible de abrirnos a la “dimensión del ser”?

En varios de estos problemas el coeficiente intelectual o la educación enciclopédica no sirvieron de mucho. Hoy vengo a pensar en voz alta con ustedes algunas ideas de la poesía y su valor en la construcción de la inteligencia emocional.

Tomar conciencia de nuestras emociones, comprender los sentimientos del otro, tolerar las presiones y frustraciones, aprender a trabajar en equipo, desarrollar una actitud empática y social son cualidades y habilidades que nos dan mayores oportunidades de crecimiento personal y profesional. Este tipo de asuntos son parte de la inteligencia emocional y hoy quiero mostrarles el camino de la poesía, como un medio para desarrollar esta susodicha inteligencia emocional.

Hoy sabemos que coeficiente intelectual (CI) contribuye con apenas un 20% de nuestro éxito o realización profesional en la vida, el 80% restante es el resultado de la inteligencia emocional, que incluye factores como la habilidad de auto motivación, la persistencia, autodominio o control de los impulsos, la regulación del humor, la empatía, estas habilidades para la vida permiten potenciar el crecimiento intelectual.

Justo la colección “Mi primer Bakunín” de Versodestierro ofrece un “intrépido viaje” para quien le “gusta pensar en cosas diferentes, con las cuales puedes resolver laberintos y ver otros mundos para jugar”. Los editores conciben que la poesía es una herramienta “para que nuestra realidad sea más clara y la inteligencia esté de nuestro lado cada día”. 

Malicia para niños es un poemario integrado por quince poemas de corta extensión.

El poema “El juguete de la inteligencia” muestra la pasión de Tafoya por el ajedrez, dado que ustedes no lo saben, debo comentarles que Adriana Tafoya fue de las pocas personas convidadas a la Fiesta Internacional de Ajedrez de la UNAM 2010, donde Garry Kasparov y Anatoly Karpov, grandes maestros del ajedrez, se enfrentaron en partidas simultáneas a 26 rivales, a quienes despacharon en menos de una hora, pero de todas las personalidades invitadas, incluidas el ex rector de la UAEM, René Santoveña Arredondo, Adriana Tafoya fue quien más resistió los embates, nada amigables, del ex campeón del mundo, Kasparov.

Adriana sabe que las niñas que juegan ajedrez o los niños que juegan damas chinas, desarrollan más confianza en sí mismos, así como enfoque, paciencia, habilidades de pensamiento lógico, imaginación, habilidad para resolver problemas, agilidad, resistencia mental y memoria espacial.

Por eso nos invita a jugar “con la burbuja del cerebro” a buscar los “rompecabezas poéticos” o con “un cubo de rubik” y cierra categórica su poema que insiste en el juego con la imaginación: “Con inteligencia / todo basurero es un tesoro”.

Pero ¿qué es la inteligencia? De todos los conceptos que hay de inteligencia, justo me gusta recordar el de Howard Gardner, quien la concibe como “el potencial biopsicológico para procesar información que le proporciona su cultura, para resolver problemas o para crear productos que tienen valor en una cultura determinada”.

Los poemas de Tafoya nos invitan a crear, a crear paisajes inéditos que cobran vida en caligramas, a crear juguetes o inventos, a vivir jugando creando realidades más asertivas, claras, directas, comunicando nuestras ideas y sentimientos sin herir o perjudicar, actuando con autoconfianza, en lugar de la emocionalidad limitante típica de la ansiedad, la culpa o la ira.

Los educadores sabemos cómo la imaginación está íntimamente ligada a la inteligencia. Sabemos que la mejor forma de aprender o aumentar nuestra inteligencia y no sólo en la primera fase de nuestra vida, es imaginando y jugando.

Los niños se desarrollan armoniosamente con el juego, pues éste es la expresión primigenia de las actividades humanas. Enseñanza sin juego no sólo es desdicha y zozobra, sino desarrollo físico, social e intelectual trunco. Malicia para niños no sólo es una lectura juguetona sino versos gráficos que nos invitan a jugar imaginando.

¡Qué mejor forma de educar la inteligencia lingüística, intrapersonal, interpersonal, emocional y social que con poesía! La inteligencia lingüística, la segunda más valorada por la vida escolar y académica, se desarrolla cuando un poeta o lector, ejercitando sus habilidades auditivas aprende escuchando o disfruta de las palabras, no sólo por su significado, sino también por su sonido y por las imágenes que evocan cuando se les reúne de una manera inusual.

Gracias a Rousseau los adultos dejaron de tratar al niño como adulto pequeño. Lo maestros que no han leído El Emilio olvidan unir imaginación con juego y se pierde así la esencia de la creatividad y al hacerlo no están permitiendo condiciones aptas para el futuro razonamiento. Construir, reinventar, poner toda su atención cuando “se juega” son los tabiques del saber humano. Es axiomático saber que “los niños no juegan con la intención de aprender, pero aprender jugando”.

El libro que hoy nos reúne es un claro ejemplo de cómo la poesía desarrolla la capacidad de reconocer nuestros sentimientos, primera habilidad necesaria de la IE. Dice el poema “violín de plástico”: “Estoy muy triste / el día está nublado / y los árboles lloran”. En otro poema “Reflexiones de un niño sobre la muerte (con caja de borrachitos)”, acota: “A pesar de mi tristeza / que bien lucía / mi abuelo dentro de su caja”.

El desarrollo de la empatía o la habilidad de reconocer la emoción de los otros, es otra habilidad necesaria en la IE, esta capacidad de sentir las emociones de los demás es la raíz del altruismo por ejemplo, y lo vemos en el poema “Juego de química mi alegría”: “Le pregunté a mamá: / en dónde enseñan a inventar / No me da respuesta / Mi mamá sólo sonríe / un poco melancólica”.

La habilidad de leer las reacciones del cuerpo o leer las emociones y sentimientos de las demás personas, está en el yo poético de la niña poeta en su poema “muñequito presidencial”: “pero yo sospecho / que no me obsequia uno / porque no le alcanza el dinero / para comprarlo”. O en “Licoritas”: “Qué dulce era mi abuelo / cuando se ponía borracho”.

La IE es la que nos permite sentir y al interactuar con la inteligencia racional, controla los impulsos, la motivación, la perseverancia, la empatía y sobre todo la autoconciencia.

¿Díganme sino la agresividad, el nerviosismo o inseguridad, la angustia, el estrés, la depresión, los trastornos alimenticios pueden o no vincularse a la falta del desarrollo de la inteligencia emocional?

La educación se ha focalizado por la mente racional y ha descuidado la mente que siente. La escuela no nos ha enseñado a sentir inteligentemente y a pensar emocionalmente porque tenemos escuelas despoetizadas. Y un maestro que no sabe que la poesía obra en sí mismo ensanchando los confines interiores, difícilmente podrá dedicar unos minutos a la lectura en voz alta de poesía.

Quienes no leen poesía no tienen vocabulario emocional, y quien no puede pronunciar su realidad interna, no puede transformarla. Y peor aún el pensamiento está constituido por palabras, así, una persona que posee pocas palabras piensa menos y comprende menos.

Los estudiantes con alto coeficiente emocional muestran buena autoestima, disposición a nuevas experiencias, con aceptación social, irradian paz y alegría a su alrededor. 

Por ello la primera habilidad de la IE es:

1. Conocer con precisión el nombre de la emoción (ponerle nombre correcto a la emoción experimentada: ej. No confundir vergüenza con pena o envidia con egoísmo)

2. Aprender a expresar los sentimientos

3. Reconocer las reacciones del cuerpo ante distintas emociones

4. Evaluar la intensidad de la emoción

5. Leer las emociones y sentimientos de las demás personas

6. Conocer la diferencia que hay entre sentir y actuar

7. Conocer el disparador de las emociones

Entonces la forma apropiada de expresar sentimientos y las emociones es: expresarlos con exactitud a la persona indicada, en el momento preciso y los más importante de la “mejor forma” (con asertividad).

Pero continuemos con los poemas de Adriana para seguir hablando de habilidades de IE:

En el poema “Dinosaurios” la niña poeta se enfrenta a todo un dilema religioso para llegar a la síntesis concluyente que entre Zeus, Jesús, Thor, Alá, entre otros, ella prefiere “los libros / de dinosaurios”.

Y ¡oh sí!, para quien lo dude, este pequeño poemario de treinta y dos páginas también tiene reflexiones filosóficas y preguntas retóricas: “Caja musical” nos pone en jaque con el paradigma mental del materialismo hedonista en que estamos imbuidos y nos hace reflexionar sobre si las personas valen por lo que tienen o por lo que son. Al final, el poder de la imaginación nos ofrece de nuevo una salida.

“Reflexiones de un niño sobre la muerte (con caja de borrachitos)” es de una belleza excepcional. El niño que se enfrenta al acabose de la existencia vital pero con toda verdad y sencillez, uno de los problemas más fuertes de la existencia humana, una situación altamente difícil afrontada con la pureza del ánimo que perdemos mientras más años se montan en nuestras espaldas.

La poeta no para de imaginar otras realidades posibles. Y justo eso es la poesía, jugar con la forma de la palabra, con su semántica y significante, y con la relación que tienen las palabras entre sí para ampliar sus horizontes o significados, dislocando la realidad.

Aquí la transferencia poética está regida por la conciencia lúdica, compartida entre el emisor y el receptor. Este libro nos enseña como la vida y sus diarias vicisitudes son el medio del que se valen niños y niñas para conocerse a sí mismos y al mundo de personas y cosas que les rodean. Y cómo se busca “ese algo más” que es el sentido poético, que no se descubre por la vía conceptual, sino por la captación intuitiva.

La captación intuitiva codifica el sentido poético (dimensión). El sentido poético nos provoca otras vivencias que son de naturaleza distinta a nuestra percepción práctica, cotidiana o científica, provocando una “ruptura” de nuestra forma usual de conocer, percibir y experimentar.

Su poema, “Cadaver exquisito” es el ejemplo por excelencia de este “sentido poético”, pues la poesía como anotaba, Percey Shelley, “La poesía rompe la maldición que nos ata y sujeta al accidente de las impresiones circundantes […] Reproduce el universo común del que somos porciones y perceptores y libra nuestra vida interior de la película de la familiaridad que nos oscurece la maravilla de nuestro ser”.

Así la poesía junto con la ciencia, la filosofía, la religión es una de las aperturas del hombre al misterio del ser.

Malicia para niños, no sólo brinda una degustación estética para los no párvulos o infantes, es una lectura altamente gráfica, que como la buena poesía para niños, nació para ser escuchada, resiste varios niveles de lectura a pesar de su aparente sencillez, sus corpus poético está dotado de una consistente identidad estilística desde el versolibrismo que se zafa de la correspondencia y adquiere una propia musicalidad y es por lo tanto, una excelente pieza literaria para que su autora ahora también entre con el pie derecho, a los terrenos de la literatura infantil.









Una linda estatura tenebrosa

Por Salvador Mendiola
 


Aux noirs vols du Blasphème épars dans le futur.
STÉPHANE MALLARMÉ

Con el poemario Los rituales de la tristeza, Adriana Tafoya nos demuestra de modo evidente que la mujer no nace, sino que se hace, tal como planteara Simone de Beauvoir en El segundo sexo. Y de tal modo se manifiesta en este poemario la trascendental novedad de la escritura de Tafoya, escritura liberada del ser mujer de acuerdo al esquema del orden simbólico falogocéntrico, luego entonces, escritura transgresiva, escritura que libera, escritura con personalidad propia. Hace pensar y vivir de otra manera. Porque tal es el poder de la poesía, generar nuevos saberes, nuevas formas de ser y de estar en el mundo, algo que los versos de Tafoya consiguen de modo lúcido y deslumbrante. Ya que en los textos de este importante libro habla un sujeto femenino que ya no corresponde al modelo institucional de la mujer.


Mientras, ellos me otean
(misóginos)
porque en mis faldones como una criatura
el sol se desgreña
y se desbarata de gozo. No comprenden
cuál es la indiferencia
entre mi amor y su amor.
Giro
y él espera mi rostro volverse
esta es la lógica del nuevo sistema, ésta su posibilidad.
[de RAYAR UN CORAZÓN DE AGUA]


Pero la poesía de Adriana Tafoya va mucho más lejos que eso, es mucho más que feminismo y crítica del orden patriarcal autoritario. Es poesía esencial, poesía donde el/la sujeto poeta deja que el lenguaje exprese lo en apariencia indecible, o sea, lo más deseado, todas las fases del lenguaje como dispositivo comunicador.

La poesía es la casa de la forma y la palabra de Tafoya la construye y habita de modo trascendental, pues cumple de modo perfecto la consigna de Hölderlin: “lo que dura, lo fundan los poetas”. Y Los rituales de la tristeza son una construcción poética que tendrá larga vida y muchos efectos y retumbes, resultado de un trabajo cuidadoso y profundo sobre la conciencia del lenguaje, el cumplimiento de una vocación. Una obra de plena madurez de la poeta. Un libro que con cada poema inaugura nuevas figuras de existir y sentir, nuevas figuras del estar ahí humano, proyectado hacia una muerte, la muerte. Porque el/la sujeto poético que canta en la voz de Adriana Tafoya habla de una forma de ser que es ciertamente la del cuerpo apasionado por la libertad, una nueva libertad física que constituye el horizonte temporal sobre el que los mortales se recortan, pero es también la fuerza del caos de la sagrada intención de la poeta única, que así, verso por verso, manifiesta la definitiva falta de fundamento de cada fundación, abriendo la posibilidad de fundaciones nuevas, pero también señalándolas a todas con su insuperable carácter de nada.


Seamos oscuros
y huyamos de la absolutista elocuencia del cielo,
apartemos con las piernas tantos pájaros como se pueda madurar
hasta que revienten de blancas y puras plumas
como hacen las más tercas, temibles y amorosas muchachillas
con su manchón de vellos.
Entonces volarán los gorriones de la garganta
y posible es –que sólo así—listos estemos
para pertenecer al elegante mármol del cementerio y ser
un puñado
de flores agresivas.
[de GUARDEMOS TODOS LOS PÁJAROS BAJO LA FALDA]

No se puede, desde el punto de vista de Tafoya, poner en movimiento la función inaugural y fundacional del lenguaje poético, y, por tanto, también su autorreflexividad y su función de gimnasia de la lengua y de reapropiación del lenguaje, sin exponerse simultáneamente al encuentro con la nada y el silencio que, sobre la base de la conexión entre temporalidad vivida y ser-para-la-muerte, nos parece que se pueden legítimamente indicar no tanto como una suerte de divinidad pensada en términos de teología negativa, cuanto como lo otro de la cultura, y, por consiguiente, la naturaleza, la corporalidad, la salvaje tristeza de la realidad; o también, si se quiere, el cuerpo y la afectividad, antes y más acá de toda reglamentación alienante operada por lo simbólico. Porque el lenguaje, la materia esencial de la poesía, es el no ser que les da el ser a las cosas, tal como lo han planteado Heidegger y Wittgenstein, cada quien desde su propia perspectiva filosófica.


Desconfía
que tan importante es el silencio
que necesario es no callar
[de EL DERRUMBE DE LAS OFELIAS]

El/la sujeto de la poesía de Adriana Tafoya se comunica desde la razón poética, no es un personaje filósofo masculino, que todo lo quiere ver y nombrar desde lejos y en frío, pero creyendo que lo conoce por dentro y en caliente, sino un personaje muy subjetivo que reflexiona como persona femenina, no exactamente como una mujer, sino desde lo femenino que viene después de la liberación de las mujeres, lo otro del ser mujer. Una tristeza nueva y muy poderosa, la tristeza de reconocer el peso de la realidad en la hora del nihilismo galopante. La tristeza que debe venir después de la vivencia del éxtasis liberador y luego de la frialdad con que debe vivirse la auténtica libertad, que no es hacer lo que un@ quiere, sino lo que se debe hacer para darle sentido real a la vida personal, una cuestión de cada quien con su propia conciencia y su responsabilidad ante la sociedad y el mundo.

Y con todo y el dolor
--y a pesar de él y su dolor
de ese suplicio tuerto y cojo--
se arruga el capullo de la piel
se destiñe la pelambrera de su carne
pues para la muerte el odio no es más que una fresa
que sangra de la rama.
[de LOS RITUALES DE LA TRISTEZA (POEMA ÚLTIMO)]

El lenguaje poético puesto en juego por Tafoya en Los rituales de la tristeza no es primariamente un instrumento sino que es el lugar del des-velamiento, el lugar donde la forma se dice, o sea, donde el contenido revela su deber ser. Porque las palabras no son etiquetas que les ponemos a las cosas, sino que surgen de la percepción significativa y mundanal de las cosas, son la expresión de la forma como un/a sujeto experimenta la existencia. Desde dicha red de relaciones es el lenguaje el que nos habla y nosotros los que co-respondemos. Cuando la co-respondencia es al proceso de des-velamiento en cuanto des-velamiento, el lenguaje parece oscurecerse. Cuando este oscurecimiento no es oscurantismo sino un intento de co-respondencia a lo velado como velado decimos que el lenguaje es poético. Así como una de las características del velamiento es su inagotabilidad, que nos pone siempre de nuevo en cuestionamiento descentrándonos, así también todo auténtico lenguaje poético está siempre por des-cubrirse, nos lleva siempre por delante. Y por tal razón la poesía esencial de Adriana Tafoya como casa de la forma no se aquieta ni envejece, sino que se revela como movimiento libre del pensar y el sentir, como impulso abierto por completo al porvenir, el asombro de lo inesperado.

Guardemos hombres y mujeres bajo las faldas
parjarillos de todos colores,
tibiemos la piel de madre-humedad
para que no aleteen pequeñas sus pestañas por el frío
y suden consuelo en el aislamiento.
[de GUARDEMOS TODOS LOS PÁJAROS BAJO LA FALDA]

Es por eso que l@s poetas son quienes están a la escucha y al cuidado del lenguaje. Es por eso que la medida del ser humano y con ello también la medida de la salud psíquica es el habitar poéticamente sobre esta tierra, como dice Heidegger retomando a Hölderlin. Esto no tiene nada que ver con un misticismo superficial y predecible, pues la pregunta por lo sagrado puede plantearse desde aquí de una forma muy diferente a la que se plantea desde el esquema subjetivista, ni mucho menos tiene que ver con un romanticismo tardío: la experiencia originaria filosófica es vivida ciertamente en determinados momentos, por ejemplo de angustia o de alegría, de libertad o enfermedad, de entrega, en los cuales el estar más allá de las cosas se percibe como des-velamiento. Así la poesía de Tafoya nos dice lo que oculta o vela el encierro patriarcal en el ser mujer, lo mismo que deshace la armadura de engaños con que se teje el ser varón, para dejarnos ver y nombrar otra forma de personalidad. Esto está por supuesto muy lejos de querer ir buscando misterios por donde no los hay. El vivir poéticamente no es vivir en un pseudo-parnaso, sino que es "en la tierra", ni tampoco es una mera actividad intelectual sino que es un "hablar". La existencia poética, es decir humana, es la existencia abierta por excelencia.

Innegable es también
que si no escribiéramos
nosotros, los poetas malos (espuma de los mares),
los grandes poetas no existirían
no podrían formarse porque necesitan
a toda costa
de nuestras olas pequeñas
[de DE LA TRISTEZA DEL POETA AL BAJAR LA MAREA EN LA MESA DE LECTURA]

De manera que el/la sujeto poético de los textos de Tafoya en Los rituales de la tristezanos habla desde una nueva condición del ser, es decir, desde otra vivencia del estar en la casa de la forma. Nos hace salir del lado negativo del lenguaje, donde todo parece ser dicho desde el pasado, para lanzarnos a la experiencia poética del lenguaje como novedad cargada de futuro. Un nuevo saber y sentir, aún indefinibles. Otro modo de estar en el mundo que se expresa de forma trascendental en el conjunto de diez poemas que lleva por título “Los cantos de la ternura”, un discurso extraño dentro de la poesía, pues expresa la tragedia de una madre que ha elegido asesinar a su hijo. Todo ocurre más allá de la violencia usual, en un terreno más que nada metafísico. Porque resulta imposible determinar con claridad las razones que esa madre tiene para realizar tal acto trágico, tan sólo podemos entender que lo efectúa por su libertad y voluntad, porque ella lo considera necesario. El relato de esta acción discurre en diez estaciones, que van del número cero al número diez, como los meses de una gestación. Y quizá todo sea un acto simbólico, un gesto supremo donde la madre mata al hijo en tanto objeto de deseo falogocéntrico, para asumir su maternidad en forma nueva y liberada.

(Ya he escrito un ensayo de interpretación de “Los cantos de la ternura”, que se puede encontrar dentro del conjunto de estas Notas con el título De la interpretación interminable I, II y III.)

Otro poema importante y muy original dentro del gran conjunto de Los rituales de la tristeza es “Viejos rituales para amar a un anciano”. Aquí se deja oír y pensar el nuevo erotismo que produce la escritura de Adriana Tafoya, un erotismo que impulsan las muchas voces femeninas de nuestra actual poesía, donde destacan Silvia Tomasa Rivera y Lucía Rivadeneyra. Es un poema de amor inusual, el instructivo que dicta una persona femenina joven sobre el mejor modo de hacer el amor a un varón viejo, un discurso donde la persona activa es ella y el pasivo es él, aunque, ya entonces, ambos valores se desvirtúan en todos sentidos, se dispersan. Desde mi situación personal, la de alguien que ingresa ya en la sexta decena de años de vida, es un poema conmovedor, me hace desear el gozo de esa experiencia, tal como supongo que ocurre a los personajes femeninos cuando leen poemas eróticos escritos por un sujeto masculino. Por ello, aquí abajo en un Comentario incluyo un vínculo para leer completo ese texto.

Adriana Tafoya (1974) ha alcanzado la plenitud poética con esta obra precisa y exacta. Bien se puede afirmar que su poesía ha encontrado voz y estilo propios. Como propone Hortensia Carrasco en el diálogo con Miguel Ángel Córdova que sirve de epílogo para este libro: la tristeza de que escribe Tafoya es algo nuevo, una tristeza propia de ella, porque es el resultado de un enfrentamiento con la realidad y no una especie de congoja efímera. Es la tristeza de alguien que comprende la verdad del ser. También, entonces, es una nueva versión de la madre y lo maternal, una versión que no depende del padre ni sólo de la materia, una maternidad total que no teme a la sangre y se reconoce con una voluntad única, capaz de hablar por sí y para sí misma, sin caer en la esquizofrenia de quien cree que habla por el padre y el hijo a la vez. Aunque también ésta es una poesía digna del influjo impuesto por escritores como José Carlos Becerra, Jaime Reyes y Ricardo Castillo. Una poesía libre de las ilusiones del canon y sus instituciones burguesas, una poesía contracultural y subterránea, sin inquietud por el mercado ni por el parnaso comodino, una poesía que no depende de mandarines de la kulchura ni de las bendiciones de las personalidades coyoacanas de la crítica literaria. Pero lo mejor de lo mejor de la poesía de Tafoya es que sea una nueva versión de ser humano y poeta, una versión llena de un nuevo humanismo mexicano, y una poesía capaz de dar nueva forma y contenido a la casa del ser. De tal manera podemos tener la certeza de que la poesía mexicana florece, brilla y crece en la obra de Adriana Tafoya, donde lo mejor ya se manifiesta y nos anuncia un porvenir trascendente. Que así sea.



De la interpretación interminable

Por Salvador Mendiola 




I

Donde no media el artificio, toda se pervierte la naturaleza. BALTASAR GRACIÁN


Los cantos de la ternura de Adriana Tafoya son como un cuervo negro que emerge del interior de La tumba de Antígona de María Zambrano. Son la negra verdad luminosa de la poesía esencial, poesía hecha sin concesiones, libre. Son la ruptura del silencio en forma de cantares incendiarios, un paso al más allá en la mística sin Dios ni amo. Son una tragedia vacía de mitología y de ideología, la tragedia del conocimiento íntimo. Son lo que piensa y siente la poeta Adriana Tafoya en un momento crucial de su existencia. Un gran poema, un poema excepcional, sus versos e imágenes hacen pensar en poetas como Sylvia Plath y Alejandra Pizarnik.

Un epígrafe de Honorato de Balzac plantea el objetivo de los diez cantos de este poema: “El amor odia todo lo que no es amor.” Por ello es importante establecer con el mayor cuidado posible cuál es el sentido de “la ternura” para Adriana Tafoya. Entonces, considero que ella funciona en este poema con la primera acepción de la palabra, según el diccionario, donde “ternura” es algo que se deforma fácilmente por la presión y es fácil de romper o partir. Porque este poema habla de la ternura de la madre que sacrifica al hijo, un tema poco usual en la literatura.

El tema del hijo asesinado por la madre, ya sea en forma real, simbólica o imaginaria es una cuestión que conmueve. Una cuestión clave para la liberación femenina de la humanidad. Y este poema lo desarrolla con gran calidad, tanto en lo formal como en el contenido. Es un poema que invita a leerlo en voz alta, lo mismo que hace pensar con cada imagen en cuestiones que pocas veces tomamos en cuenta. Porque se habla de un lado del amor generalmente oculto, el conflicto de la maternidad.

El desarrollo del relato se plantea como un retablo barroco. No es lineal ni narrativo. Son imágenes reiteradas de un mismo acontecimiento, planteadas desde distintas situaciones metafísicas. Diez momentos, numerados del cero al nueve, de intensa reflexión lírica por parte de la madre que ha decidido dejar morir al hijo, no por conflicto con el padre, sino por conflicto con su propia conciencia y su libertad personal. Son versos libres y cada sección es de diferente tamaño, aunque no muy desiguales entre sí. Cinco partes tienen título, las numeradas como (2) La orquídea de la elipse, (3) El sueño ha cambiado, (6) Cremar las mortajas, (7) Vuelo menor y (9) El desmoronamiento de la carnes; las otras cinco partes sólo tienen el número como título.

Dice la Antígona de Sófocles: “Yo no estoy hecha para compartir el odio, sino el amor”. Tal es el hilo rojo que cruza de principio a fin los diez cantos de la ternura de Tafoya. Así es como su poema puede comenzar diciendo: “Tengo que dejarte / cerrar las puertas de la casa / a diecinueve pestillos / los portales de mi pecho. / No pondrás un solo pie / en los jardines, / estúpido retoño.“

¿Y de qué se está hablando? ¿Qué se quiere decir en estos cantos? Imposible una respuesta inmediata, imposible una sola respuesta. Hay que responder muchas veces, desde muchos lugares, desde muchas ideas y sentimientos. No hay un significado literal para este poema, tampoco se le puede sintetizar en una alegoría en concreto. De allí, su importancia. Es un texto que deja llevar a cabo muchas lecturas, muchas interpretaciones. Conmueve. Transforma. Comunica.

¡Y pensar que el jueves pasado un teto cateto tetino dijo que no han aparecido libros de poemas como los de hace medio siglo y hace un siglo! ¡Pobre imbécil, si justo en ese lugar estaba Adriana Tafoya con Los cantos de la ternura!



II

Such horrors have not ceased. MARY DALY

El poema esencial es necesariamente subversivo. No pertenece a la literatura ni al orden establecido de los saberes burgueses. Todo lo contradice. Deshace los cánones y el canon. Por tales motivos nunca se termina de leer y entender, siempre se relee y reinterpreta, nunca se deja congelar en un sentido o significado, hace brotar nuevos conceptos, otras ideas... la libertad.

Un poema lírico como LOS CANTOS DE LA TERNURA de Adriana Tafoya encierra en potencia toda la cadena de las rememoraciones y converge hacia lo umbilical, hacia el origen. Su lectura e interpretación, luego entonces, implica llevar a cabo una liturgia trágica, un ritual que desemboca en la propia disolución del sujeto patriarcal de quien lee e interpreta, una ceremonia que cuestiona la cosa misma del "ombligo" como puente de unión y desunión del/a Hij@ con La Madre. Algo muy doloroso y cruento desde el lado masculino del binomio, pues exige pasar de verdad la puerta de la castración, y en este caso hasta su punto límite, la muerte del hijo. Algo que este poema nos hace vivir en forma real y simbólica, en tanto que la ficción en poesía nada más es una alegoría de lo real y cierto, razón porque la poesía, cualquier poesía no sea fácil de leer ni de entender.

En LOS CANTOS DE LA TERNURA al mismo tiempo vemos y vivimos el instante decisivo en que la madre se deshace del hijo para poder llegar a ser una mujer libre y desdichada. Sí, porque la libertad verdadera no es algo necesariamente agradable ni placentero, porque la auténtica libertad no es hacer lo que uno quiere, sino hacerse responsable uno mismo de lo que es uno mismo: una nada con recuerdos y sentimientos. De forma que en la plena libertad lo que el/la sujeto alcanza es la tristeza, algo que se da después de cruzar por el éxtasis y la frialdad con que nos despojamos de todas las cadenas, cadenas siempre patriarcales o, para decirlo mejor, falogocéntricas. Y eso lo hacen los versos de Tafoya de forma directa y sin eufemismos, por eso son expresión de la ruptura y el dolor, una experiencia donde la belleza es la verdad y la estética es más que nada una cosa de la ética.

Vemos y vivimos la tragedia sin mitología donde la madre que se aleja de la ilusión del hijo como "quien se corta un brazo virulento", una acción quirúrgica de compleja realización, pues la debe hacer ella misma sobre sí misma, aunque ello signifique deshacerse del otro, del otro que más esclaviza y roba la subjetividad. Porque el hijo es siempre la cárcel de la madre, la trampa donde el padre la encierra como en una tumba, la trampa donde ella cree emanciparse del padre-esposo para quedar encadenada al hijo-otro. Tener que romper la ilusión boba de que la maternidad libera y hace realidad el ser de la mujer, un invento patriarcal, falogocéntrico. El gran engaño de que el amor entre dos desemboca en el premio del hijo, siempre del hijo, nunca de la hija --cosa que aquí no desarrollaré hasta sus límites.

Porque al procrear al hijo ella no consideró que él mataría mujeres, comenzando por la que ella es, ni anticipó que él sangraría a su hermana, y porque ella nunca midió que él sería el egoísmo absoluto, como lo son todos los machos patriarcales, los héroes y dueños del orden simbólico falogocéntrico; por eso ella sabe que él debe morir, que él no merece la vida, esa vida de ella, la que él gana para ser libre como un patriarca, patrón y patriota, a cambio de que ella deje de serlo o, peor, a cambio de que ella deje de ser. Razón porque Tafoya, la poeta, tenga que escribir: "Ni te amo hijo ni te odio, / esto lo hago indiferente / y morirás antes que la flor / termine de brotar". Para así poder decirle: "Contigo terminará la historia. / Otros amados nacerán, / pero hombres / ya no". Y de tal modo será, cuando ella mate al hijo, terminará la historia como "His-story" y comenzará el nuevo relato, "Her-Story", o sea, LOS CANTOS DE LA TERNURA. Otra forma de ser, una donde ya no se siente ni el dolor ni el placer del patriarca, una donde la evolución da un salto emancipador, el salto que termina para siempre con las jaulas del dualismo y el binario...

"Quizás estés ahí (tú, quien fuiste el hijo) / y hermoso sea / que no te llames hombre. / Entre todo lo creado / será una hermosura esta inmensa / isla de trigo, / cuando nadie te nombre. / Cuando Nada - - te de nombre."


III

We had the experience but missed the meaning. 
/ And approach to the meaning restores the experience. T. S. ELIOT


Por tanto, indagar por el significado de LOS CANTOS DE LA TERNURA de AdrianaTafoya pide que nos aproximemos al significado de su esencia poética: el acto con que la madre da muerte al hijo. Un acto real y alegórico, pues quiere decir muchas cosas. Ese hijo puede morir por enfermedad, por accidente, por asesinato, por aborto, porque ella no lo concebirá, como una alegoría de la anti-maternidad, y así sucesivamente. Nada fija en una sola imagen el sentido de ese acto trascendental.

"Te enseñé que no hay verdad
incuestionable."

En tanto que la situación Madre/Hijo es algo necesariamente cuestionable, criticable, deconstruible... Ya que no representa un sujeto real, sino una personalidad sujetada. La madre es siervo del hijo, y éste es siervo de ella. Todo es servidumbre entre ellos, renuncia a la plena libertad, complicación de sus libertades, confusión de identidades, y en definitiva: engaño. Una trampa. La gran trampa del sueño de amor entre sólo dos personas, algo que nunca ocurre como se desea y que sólo ocurre contra el deseo. Por eso ella debe actuar en forma radical y tiene que asesinar al hijo. Es "el desmoronamiento de la carne".

Porque el sentido al que la memoria o el poema se aproxima pasa por muchos estratos de sentido de los que, en suma, la palabra poética es por naturaleza depositaria. Escritura abierta, la de Tafoya; no se deja encerrar en nada, ni en la forma ni en el contenido del poema, lo hace estallar y dispersarse. Cada quien lo recibe según su situación y, así, cada quien es la madre y el hijo que necesita y puede ser. Este extraño poema conlleva la restauración plenaria o múltiple de la experiencia en un acto de rememoración o de memoria, porque todo mundo viene de ser una madre y un hijo, porque la hija es un hijo incompleto, según la perspectiva del complejo de Edipo falogocéntrico, por supuesto. Un acto en el que los tiempos divididos se subsumen, pues toda la experiencia así rememorada en su sentido, proyectada de una sola a muchas vidas, vuelve a urdir en potencia toda la trama de lo memerable desde su origen: una madre y su hijo, una madre y su sueño. Tal es la fuerza lírica de este escrito de Adriana Tafoya, lo que he intentado hacer presente con estas tres entregas de hermenéutica poética radical. Porque el llanto personal no es expresable sin la rememoración de su sentido. Y ese acto de consolidación de la memoria por acumulación de estratos de sentido en lo que la experiencia queda restaurada en este poema ocurre como la negación absoluta de un poema también trascendental: la elegía de Jorge Manrique a la muerte de su padre. LOS CANTOS DE LA TERNURA de Adriana Tafoya le cambian la dirección al poema de Manrique y nos dicen que todo tiempo futuro será mejor, que el pasado es lo cerrado e inaccesible, que sólo podemos entrar en el futuro y que, entonces, lo mejor es la muerte. Aunque nos duela el tener que aceptarlo.

En la poesía lírica de Tafoya, el origen está en el porvenir.

Y así podemos seguir, aparentemente girando en círculos sobre el texto del poema, pero en realidad cruzándolo, atravesándolo y proyectándonos, por él, hacia nuestro destino. Que quede.

Para cerrar estos breves apuntes espontáneos, provocados por la primera recepción del poema de Tafoya, diré que la poesía de esta escritora ya me había llamado la atención antes de leer LOS CANTOS DE LA TERNURA. Ya la había identificado como nueva escritura de las mujeres, como nueva escritura feminista radical, sin partido y sin bandera, escritura que se expresa más allá de la política, el dinero y el sexo. Escritura que se revela contra el orden establecido, que en realidad es un desorden impuesto por medio de la fuerza y la violencia. Escritura como la de Silvia Tomasa Rivera, Lucía Rivadeneyra y Francesca Gargallo, por buscar pares inmediatos de Adriana Tafoya; pero entonces la escritura de Tafoya llega, a mi entender y sentir, un poco más lejos, precisamente en el decir de estos cantos, donde la madre acepta asesinar al hijo, algo en verdad muy nuevo y diferente, muy transgresivo. Y de tal manera mi silencio será un anti-homenaje, entendiendo que el homenaja es un acto del hombre para el hombre, y lo que aquí deseo realizar es una celebración de lo no-mujer en lo no-mujer de ella, según mi muy deseado ser no-mujer ni varón. Que quede.

La malicia del sentido (breve aproximación a la obra de Adriana Tafoya)

Por José Miguel Lecumberri



Ligada siempre al proceso creativo se encuentra la necesidad de destruir lo presente, nada nos evoca con más claridad este ciclo esencial del mundo fenoménico que la “malicia” de los niños, esa voluptuosidad del juego que constituye la espléndida crueldad del universo, una sutil, delicada violencia que se encarna ternura y barbarie a un mismo tiempo, como lo poetiza Adriana Tafoya: “Qué bueno era mi abuelito/cuando estaba borracho,/un ataúd para dulces/pudo ser su caja…”
En ningún otro lugar, sino en la infancia se aprecia la cruel voluntad de las cosas por emanciparnos del mundo material, así la imaginación de un niño no es sólo una herramienta de desarrollo cognitivo y espiritual, sino un arma de lo absoluto contra la insignificancia de la criatura, porque los niños saben desde siempre que “Es muy difícil hacer bella la felicidad. Una felicidad que sólo es ausencia de desdicha es cosa fea”, según lo dijera Jean Cocteau.
En Malicia para Niños de Adriana Tafoya, hay algo que remite directamente al Maldoror Lautreamontiano, un yo poético que se desliga del metadiscurso y deviene juego, perversidad e inocencia entremezcladas, voz sin voz de una infancia perdida entre sintagmas y una musicalidad disonante que se paladea magia de sirenas o diamantes vacíos para princesas con olor a alcohol.
Los niños son “felices”, precisamente porque son por esencia maliciosos, porque, como escribiera Estrabón “imitan máximamente a los dioses” y es justo esa malicia la que se traduce en una gratuidad benevolente e imparcial, tanto de ternura como de crueldad. Tan es así, que la poeta nos dice, en un tono severo y al mismo tiempo cómico: “Toda niña como Azul,/quiere ser princesa”, esa preocupación, esa cualificación social y económica de una ensoñación divina, es producto del decaimiento en la condición de adulto (Adriana lo sabe), de la corrupción de los valores naturales intrínsecos a la que llamamos madurez, pues, como concluye Adriana Azul: “Jugará con su diamante/de otras formas./Puede jugar/a que dentro de la piedra/muchas voces canten/y logren que el diamante/se convierta en una enorme/caja musical.”, ese diamante que no es más que un cristal de bisutería, en manos de la niña-princesa se convierte en un artefacto mágico, como el espejo de Alicia o la sombra de Peter Pan, pudiendo convertirse en cualquier cosa, desde una estrella, hasta una canción o una dimensión paralela con mundos inexorables.
Hablando del abuelo, el querido borracho muerto, Adriana dibuja unos versos de profunda clarividencia que dicen: “Me imagino que su piel/está como envinada…”, el objeto de deseo, una singularidad que no cabe más que dentro de una caja de dulces, se explica en una especie de mitología de la interacción adulto-niño, como la dualidad de la acción hablar-comer que en versos de Adriana se describe de la siguiente forma: “Su boca sonreía resignada/como si supiera/que iba a ser comido,/como un postre,/un afrutado dulce/para muchos animalitos/pequeños/e innumerables”. Esa interacción adulto-niño representada por la dualidad hablar-comer, manifiesta especialmente en los trabajos psicoanalíticos de Jung, como una relación esencial entre el mundo fenoménico, caracterizado por el consumo, el acto de comer, de absorber las propiedades de aquello de lo que uno se apropia, ya sea un dulce o un abuelo muerto, y el mundo psíquico caracterizado por la producción de conceptos o afectos, lo que Adriana deja entrever claramente al identificar al niño, ese yo poético, disfrazado de la resignada sonrisa del abuelo.
Otro elemento que no escapa a la aguda visión de la poeta es la tragedia de ser un niño, aquello de lo que todos los adultos hablan al referirse a su niño interior, como guardado en un ataúd de juguetes terribles por haber sido demasiado vivos y demasiado inciertos, Adriana nos cuestiona al escribir: “…no sé por qué/lo que más amamos/lo queremos guardar en cajas”, lo cual me recuerda a aquellos reclamos del Corazón al Desnudo de Baudelaire en el que nos dice que el amor, tras ser un sentimiento puro, “afición a la prostitución”, se convierte rápidamente en algo corrupto, “afición a la propiedad”. De esta forma, al niño se le enseña a acumular, a que, contrario a la naturaleza libre del goce, se debe aprisionar lo que uno considera bello o placentero, una especie de esclavitud mutua entre el objeto y el sujeto, convirtiendo así al niño en un inepto para el desapego, un frustrado respecto del flujo incesante de realidades e ilusiones, lo que hoy llamaríamos: un burgués.
Aunado a esta fuerte y comprometida crítica de los supuestos valores que inculcamos en los niños, Adriana muestra con un hermoso tono satírico, las opiniones del propio niño como una superposición a las palabrerías impuestas por los adultos, como se lee en el poema de Dinosaurios, en el que pese a la recomendación de la abuela de no leer ningún libro que pudiere trastornar la fe del niño, éste concluye de forma tajante, libre y evidentemente mística: “…Pero no sé (de todos)/cuál será; si Zeus, si Jesús,/si Jehová, si Horus, si Thor/o Alá, en fin,/yo prefiero los libros de dinosaurios”, es este misticismo satírico, esta revolución de la inocencia sobre el desbarajuste en el que los adultos nos sentimos seguros, nuestras insignificantes certidumbres, nuestras patéticas experiencias, el que da al niño su máxima libertad, su perfecta identidad con el caos primigenio, fauces del uróboros eternamente abiertas, receptivas, que nunca caen en el delirio de los prejuicios ni de la necesidad de un sentido, pues la infancia ciertamente es lo único que tiene sentido, carece de esa maldición de la carne que busca su último reposo en su primer aliento. La infancia es el espíritu de una situación sin espíritu, el corazón de un mundo sin corazón. El niño sólo avanza pues para él, no hay más que laberintos que son juegos y que no tienen ni necesitan un final o una meta, ya que todo, por simple o bizarro que sea, puede ser transmutado en juego, como lo poetiza Adriana: “Con inteligencia/todo basurero es un tesoro.”
Esa inteligencia elemental, es lo que llamamos inocencia en los niños, la capacidad, que todos o casi todos perdemos, de poder experimentar el mundo y no necesitar sus consecuencias, esto es, el niño sabe que su mundo es muy distinto al de los adultos y, se resiste a aceptar el paradigma que se le impone, por eso Adriana escribe con su voz de niña: “Debo acercarme a la ciencia,/para hacer magia”, el niño sabe que debe cumplir ciertos estratagemas o imposiciones de los adultos, pero tiene una sabiduría aun más valiosa, la del disfraz, la del ardid, el niño es un sabio impostor, un elegante usurero de verdades, un custodio de las revelaciones más espirituales de la materia. En pocas palabras, todo niño es un mago melancólico.


Los cantos de la ternura y el problema de la dulzura

Por Adriana Ventura Pérez


 En sincronía con su tamaño Los cantos de la ternura es un libro que problematiza el asunto de la dulzura, la idea subjetiva de pensar la ternura como ese afecto que deviene de forma natural en la mujer. Más que alimentar esta idea, Adriana Tafoya la pone en tela de juicio; si la ternura es un campo bondadoso, fértil y gentil a la vida, la autora se dedica a buscar su lado menos amable, acaso el más cercano a lo real.
No me atrevo a restringir el poemario a un solo tema, porque los versos de Tafoya, no sólo permiten discutir acontecimientos aislados, nos conducen más allá, nos orillan a enfrentarnos a la idea que fecunda la reflexión, que nos hace interrogar al mundo. Me permito sin embargo, exponer una reflexión motivada por las ideas que encuentro en Los cantos de la ternura.
En el curioso formato que distingue la colección “Poesía sin permiso” de la editorial Verso destierro, se nos presentan nueve poemas cuya estructura se respalda en la libertad de un tema cuya dispersión resulta ser un enriquecedor ejercicio de lectura, lo que nos conduce a innumerables rutas de interpretación, una virtud que debemos celebrar en la poesía.
Adriana Tafoya se ha puesto a hablar de la procreación, de la maternidad, no como una celebración, sino más bien como aquello que trasforma a la madre en un ser responsable, no sólo de cuidar y hacer sobrevivir; Dar vida implica pensar que con cada nuevo individuo se hace cultura, quien nace es humanidad, se integrará al suceder de la historia.
Con una voz que adopta la imagen de la naturaleza que le habla a sus hijos, los hombres, que han asesinado, robado, violado, en fin, ensuciado al mundo. Adriana Tafoya desafía los clichés culturales de una madre natural bondadosa y amable, y se coloca en la voz de una, que así como da la vida, la puede arrebatar. Nada es gratuito en el mundo, a costa de la muerte se nos ha condicionado la vida.

El título de este pequeño libro nos pone en las manos la paradoja de la canción, usada durante la maternidad para acunar el retoño, en esta ocasión, el canto funciona como una letanía que irá acercándonos al lado menos dulce de la crianza. Con un tono que se afina entre las sombras, Los cantos de la ternura nos introducen a un ambiente incierto que se acompaña nada más con el rumor del canto mismo; la música de fondo va cuestionando con tonos altos, el hecho de la vida.
Ya que hemos arribado al asunto de la sombra. Cabe mencionar que asuntos tan sombríamente definidos por las sociedades en las que vivimos, como la maternidad, la vida y la ternura son temas que permean esta entrega. Más que cultivarlos, Adriana Tafoya los deconstruye. Poner sobre la mesa el asunto de la maternidad, un tema ameno para nuestro país, heredero cultural de la concepción judeocristiana, en donde hablar de los temas que involucran aspectos propios del machismo, pone en alerta a muchos. Recordemos que en nuestro país la imagen de la madre se ha alienado con la imagen de un ser inmaculado, limpio y amoroso.
En el poema que presenta Adriana Tafoya se trata de todo lo contrario, la madre posee todo el poder para dar vida, pero también puede mancharse al arrebatarla, sin temer a la mancha. Si es ella quien da, tiene de manera correlativa el don de quitar y hablo del don no como un privilegio, sino como una elección, como podemos notarlo al final del canto 8: “Yo/ madre de rostro negro/ ser de cenizas/ guardo mis ojos/ y no siento nada.”
La luz es una cuestión que también se pone en marcha dentro de Los cantos de la ternura. Cabría preguntarse si la luz es un asunto que irremediablemente es adepto a la mujer. ¿Será acaso que el hecho de dar vida conlleve en el mismo proceso el hecho de dar oscuridad?, por ello las tragedias humanas, la vileza que acompaña a la historia de la humanidad. Ser madre entonces es un acontecimiento oscuro, que nos distancia de la ternura, de la inmaculada sensación del bien.
En Los cantos de la ternura  no podríamos hablar de una voz femenina, se trata de una voz en sí misma, que si bien tiene que adecuarse al tono fuerte desde el que apela a la tensión más que a la atención, pues pareciera que de poco sirve atraer, seducir al receptor, si se no se logra establecer un canal que comunique, que interactúe, incluso provocando. Es en efecto, algo que logra hacer Adriana Tafoya en este pequeño libro. La voz que encontramos en Los cantos de la ternura está dotada de la fuerza suficiente que la impulsa a cuestionar el paradigma de la madre pura, casta y abnegada que amará y perdonará a sus hijos sobre todas las cosas.
Ser madre, en el imaginario colectivo, posibilita una actitud gentil, desinteresada, que implica en el mismo hecho la preservación de la humanidad. Pero en Los cantos de la ternura, la voz se cuestiona si esto vale la pena, si a final de cuentas la razón ha predominado y gana la batalla a la naturaleza hasta lograr devastarla sin dejar resquicios de esperanza. Esta voz elige el exterminio, como leemos en los versos siguientes: “Contigo terminará la historia/ otros nacerán, pero hombres/ ya no.”
En este libro, la humanidad es un asunto que debe pensarse al mismo tiempo que la vida. Habrá que emparentar las prácticas culturales con las prácticas reproductivas. Si la mujer es el emblema, el medio para que la vida se abra paso, y sólo el medio, es conveniente replantear el papel completo de la imagen femenina, ¿es la madre, un personaje carente de autoridad, un medio por donde la vida simple y únicamente se abre camino? ¿Cuándo podremos concebir la idea de una madre oscura, cruel, indiferente? Son preguntas que a mi parecer Adriana, Tafoya, ha intentado hacer germinar a través de sus cantos. Respondamos pues, tiernamente.


Octubre del 2013

Ciudad de México