martes, 10 de abril de 2012

Carlos Santibáñez sobre "El matamoscas de Lesbia"

EL MATAMOSCAS DE LESBIA Y OTROS POEMAS MALICIOSOS, POR ADRIANA TAFOYAde Carlos Santibáñez Andonegui, el Domingo, 8 de abril de 2012 a la(s) 20:29 · Reseña al poemario de Adriana Tafoya: El matamoscas de Lesbia y otros poemas maliciosos, 2a. Ed. con Revista Bitácora, Faro de Oriente y Editorial Independiente VersodestierrO, www.versodestierro.com, 2010, Diseño: Andrés Cardo, Ilustración de Portada e Índice: Mar y Sol Rangel. Por Carlos Santibáñez Andonegui. Vibrante, lúcida poesía. Lo primero que me vino a la mente es aquel verso como de clima caliente escrito por Lugones: “El calor, de vibrante, parecía sonoro”. Se ha establecido ya que un referente poético válido es la atmósfera o ambiente suscitado por las palabras mismas, a lo que se ha dado en llamar “presencia poética”. Dejemos que la pinte ella misma. Si “el sonido es el golpe de la violencia de las cosas”, debemos tomar las ofrendas que la realidad nos brinda el día de “Hoy que sopla la claridad del sonido”. Relacionada al llamado ritmo de intensidad, la atmósfera actúa como signo revelador vinculada al impulso rítmico que acentúa su distinción con la prosa, donde también se aprecia la atmósfera o perspectiva como criterio referencial. La que crea Adriana Tafoya es indudable, esencial. Quizá me arriesgaría un poco y diría, internacional. La atmósfera en poesía, es un factor envolvente de orden psicológico, independiente de lo moral, como en el duro poema del principio, que irreverentemente ofende a cualquiera y eso, definitivamente, es lo que busca: “Para que ella pueda pensar/ Tuve que abrirle la cabeza”. ¡Ah, la escritura poética! Impreca, derrumba, estremece, a niveles que sólo los poetas en principio parecerían detectar, y poco a poco se extiende, como gota de agua germinadora en tierra seca, al gran público. La poeta llama a esto: “Vaniloquio”, el humus de lo natural en que florece la semilla es el humus de lo “humano”. El humo vano. En medio de ese humo, la cultura, lo que se ha cultivado, lo que hemos hecho, de lo que estamos siempre tan orgullosos, y más de la mitad de lo cual todavía es resabio, hipocresía, arrogancia, de manera que la mejor herida, la que nos infringe el poema, es aquella que a la arrogancia hace sangrar. En este orden de ideas, podría sorprender el hecho de que Iván Vergara advierta, en la contraportada, que involucrarse con el libro de Adriana es cruzar un espacio donde el sexo torna en animal salvaje, y al mismo tiempo, haya sido incluido en la colección Inteligente, de la Editorial. La inteligencia poética requiere, echa mano de la audacia animal. Dice Max Scheller: “El animal posee un esquema corporal; pero frente al medio sigue conduciéndose estáticamente, aun en los casos en que se conduce de un modo inteligente”. Hay una inteligencia emocional y hay una inteligencia poética, ligadas al acto espiritual de tomar conciencia de sí, en tanto el animal no es dueño de sí, no se posee a sí mismo. Lo expresa deliciosamente Nietzche: “El hombre es el animal que puede prometer”. Cuando la protagonista desencantada del poema oye a su antiguo amor tocar la puerta como si quisiera derrumbarla, ella, que ya tiene un nuevo amor, reverbera: “Escucho desde el sofá, yo/ esta articulada cochinilla…” También asume el esquema corporal de una mariposa húmeda con las alas abiertas y desde ahí –como ha señalado la crítica- proyecta desplegar las alas, intentar de nuevo, hablando como si no dejara de ser mariposa: “me dispongo a posarme en la punta/ de un tornillo plata/ que brilla erecto/ sobre un par de almendras en bolsa de cuero/ que tensan a este hombre/ al punto del delirio”. Es el ser humano quien comete pecado. Pueden haber llegado a nombrarlo, pecado mortal. Mas los pecados del ser humano, pueden, como lo expresa el epígrafe de Enrique González Rojo Arthur, ser inmortales. Convertirse en lección para las almas desilusionadas por un amor que deja de ser revelación para sumirse en tedio. Entonces el acto puro y simple de eyacular, para no hacerse traición, se vuelve compartido, no es de uno, se conjuga entre dos: “Este hombre desnudo y yo/ nos estremecemos/ estrujando el colibrí de miel/ hasta extraerle la última gota. / Eyaculamos”. Ahora sí que vale decir: “De mis humedades vengo”, rememorando el nombre de un evento poético oportunamente organizado en el medio literario, en que Beatriz Cecilia glosó la calidad poética de Adriana. La sección: “Animales seniles” nos acerca al misterio del amor en edad, el amor otoñal que se desborda, “con la virginidad que la vejez otorga”, y se acumula en “grieta/ para empaparte de la sabiduría de su cuerpo/ abierta en sus extremos”. Es, como bien dice la poeta, “amor de noche y agua lánguida”, pero ahí más que nunca se impone la noción del agua como hermana inmortal, “la inmortal recién nacida” que quería Luis G. Urbina, amor nutrido en “corazón de mar”… donde hay néctar añejo, red espectral, suficiente mirada para abarcar la noche, que flota como roja mariposa a la hora de decir: “dame placer/ hijo”. Susana es el pudor ante el olvido. Si las cosas inanimadas carecen de intimidad, el ser vivo posee “un ser íntimo”. Es Susana, personaje real de la poeta para atrapar lo fiel de “la conciencia de sí”. En ella se gesta el más misterioso de los bienes: el habla, con el drama de la arbitrariedad del signo lingüístico, pero que insiste en dar fruto: “el fruto es la unidad de lo finito”. Su tesoro se absorbe al interior del universo; cuando la voz poética la busca, ya no la encuentra: “Para besarla ya no regreso// Susana se deshace/ y desaparece”. Carmen, en cambio, es el poema que baila frívolamente, es esa línea esbelta de la pura sintaxis de la realidad, que se pasea y se vende: “La gravedad no existe para su carne… un par de nalgas unidas/ en una costura/ rematada por el centro/ y un libro jugoso de terciopelo/ sólo leído con la lengua de unos cuántos”. La pregunta es: “¿Cuánto cuesta Carmen?”, ir del cuándo incierto, a la fatalidad del quántum. En medio queda la singularidad de ser persona. El “¿así, cuánto?”, que gritan los obscenos. Desnudez que se entrega por amor a las alas, que renuncia a seguir volando, se sabe fugitiva, vulnerable, traicionada en la miel de sí misma, se toma en el instante dorado del engaño y se deja matar del matamoscas de Lesbia. Es la historia de amor que se despeña en la barranca del cuerpo, y se deja caer, anticipando su pequeñez, forrada “de terciopelo”, en su pequeña caja de resonancias. Es el amor que “da poder al cuerpo”, y sonríe, y se acomoda, para dejar pasar la condición humana, su antes, su después, su no estar tan lejos de la mosca, esa pequeña “exótica con vientre acústico”, que el día de hoy, quizás el día de hoy en unos momentos más, en la elegante fiesta de lo abundante, en el cortejo, se dejará matar. Tan pronto como él diga: “me haces falta”, y entonces la triture el prodigio: “Adormilada/ abro las piernas/ que atesoran mi sexo oscuro/ inflamados sus pequeños olanes magenta// en esta flor clava su lengua// no me molesto con él/ sé que tiene hambre”. Se enjundia en este amor la picardía de saber que de todos los animales de la creación, el hombre es el único que se toma en serio. Se enjoya con el collar de su ironía y entiende el porqué del borracho, de la “maleta llena de billetes”, del “acostarse con niñas y mujeres/ viajar, tener bastante dinero y emborracharse… meterse a la casa grande/ tener a la mujer del amigo/ acostarse con hombres, niñas y mujeres/ viajar bien vestido y emborracharse”, y tras esta enumeración caótica, clamar, con la poeta: “pero dime,/ a quién no le extasiaría vengarse, cortarle/ los güevos a este alegre Casanova/ recuperar su dinero, acuchillar a los amigos/ del ojete,/ viajar a Europa con el rostro muy en alto/ con la ropa llena de sangre/ y después ¿por qué no?, también emborracharse”. De la vida podemos decir que es así. Es la poesía excitante de Adriana Tafoya en donde “la lujuria no tiene cuerpos”. Por eso nos permite aventurar de la muerte: quién iba a decir que andaba en el verso, y que tenía que ver con esto de emborracharse…

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