martes, 5 de enero de 2010

Sangrías (una aproximación)*

Por Andres Cardo


I

Adriana Tafoya logra con los poemas de éste su tercer libro tocar la fibra íntima del dolor (profundo colectivo) de un tiempo en donde el ser “hombre” es consigna del impotente intento por poseer la realidad, con la convicción de la “eterna trascendencia” como un placebo para evitar el sufrimiento de la inteligencia y del aprendizaje mínimo del ser humano para trascenderse a sí mismo.

En Animales Seniles, su primer libro (2005), se anunciaba un estilo punzante, de una crítica feroz a los mecanismos del confort, del poder enfermizo y abuso impune de los Minúsculos Señores de la Malicia. En poemas como Susana (poema XII), donde “el sonido es el golpe de la violencia de las cosas”, o en Carmen (poema XIV), donde el humor aparece para dejar ver el contexto frustrante y lúbrico de los animales nocturnos que salen a beber agua del espejismo que construyen por las noches. Humor de energía determinante y firme que mella y hace burla de la imagen idílica del Hombre Autosuficiente. En El desprendimiento de las células muertas (poema XIX) está presente ya la cuchilla de la palabra que se lanza para abrir la zanja posible por donde entren las palabras: “que mi boca acuchille los oídos”, no se conforma con el escucha pasivo, abre de un golpe la ventana al mudo, al necio que se encierra para negar la lluvia. Estaba ya, ahí, en la piel de una sirena anciana la primera dosis de sensualidad y odio, de placer y miedo; esa forma básica y primitiva con la que se mueven ciertas bestias humanas para manifestar lo que ellas “llaman amor”. El egocentrismo narcisista que mueve a los animales vetustos a querer implantar en todo su semilla pestilente.

En su segundo libro, Enroque de flanco indistinto (2006), la inteligencia con la que hurga la psicología del ajedrecista da muestra del mundo que se mueve en torno al instinto y el ansia, donde pensamiento es sólo mecanismo de la defensiva ante la creación constante del universo. Evidencia el engranaje oxidado que suele dominar la mente humana para negarse la posibilidad de otra realidad: “cuánta congoja se padece al encarar un elemento autodestructivo / con lamentable embelezo / nos podemos encorsetar las espaldas”. Y para cerrar el libro nos da un poema/túnel hacia el futuro estilístico que explotará en hondura lírica acompañada de precisión filosófica en versos como los que integran Jalea de pájaros.

Adriana Tafoya nos sumerge en la cruenta sensación que concibieron los nativos al borde de los ríos y en los sitos más ancestrales, y al mismo tiempo, más enfermos del mundo. El uso de los pequeños anélidos que beben, succionan la sangre enferma: sangrías para sustraer el veneno, el pensamiento que vuelca a la destrucción de la especie y del intelecto. Con poemas que son desgarre del entendimiento, y al mismo tiempo reconstrucción mítica del significado de lo que aparenta ser “verdadero”. Transforma la piedra en transitoria forma de un mundo temporal impuesto por la fuerza del que teme la destrucción de su alma y se vuelca asesino, violador de mente y cuerpo, impostor de algún rostro “divino”.

La poeta no baja la mirada ante tal dominio terrestre, sino que incendia el cielo y lo vuelve petróleo, fuente del más profundo fuego guardado en el centro de la tierra: el corazón latente del significado, la vuelta de tuerca que teme el más feroz muerto viviente, la espada más puntiaguda se vuelve espina breve, diminuta semilla que muere en la tierra estéril de su pensamiento. Esta es la premisa de Sangrías: un libro en transcurso por la diminuta vereda evolutiva de lo humano ante el icono idílico del hombre supraterreno.

Cuando el poemario desdobla sus hojas para adentrarnos en la carme, en el sema de su composición: aparece éste epígrafe que no puede pasar desapercibido: “como el fugas destello condenado de explosiones solares que sólo impresionan borrosamente los ojos de los ciegos, el comienzo del horror pasó casi inadvertido: en la locura de lo que vino después, de hecho fue quedando en el olvido y tal vez, no se le relacionó de ningún modo con el horror mismo. Era difícil juzgar”. Palabras de William P. Blatty, que nos dan la bienvenida a un recorrido por los pliegos policromos y contrastantes de la realidad, donde la precisión simbólica de las imágenes no perdona el impacto, la repercusión sobre las acciones del que vive, o del que simplemente observa. Hay también en el verso que funge de epígrafe para el primer poema en Sangrías (que originalmente aparece en el poema VIII de Animales Seniles) una fuerza que impulsa el giro simbólico en los textos que lo integran, que paradójico encierra la naturaleza de la humanidad a punto de un nuevo desbordamiento: la posmodernidad que se trasmuta en el abanico de las posibilidades para que el ser pueda asumir su individualidad: “si nadie piensa como tú, estás solo”. Ya no la soledad en llamas de los contemporáneos, sino una soledad de pensamiento líquido: principio cigótico de un mundo in conocido: trascendencia de la ceniza y el polvo, del Yo hermético que había permanecido cerrado al ojo, al tacto, como el átomo antes de haber sido fraccionado.

En el poema Desechables escribe Tafoya respecto al mecanismo de las emociones: “Simples/ degradables/ con la camisa de fuerza planchada en el baúl/ (el anímico llanto ya no nos conmueve)/ somos ofensivos porque no podemos/ convivir con el rechazo”. Aquí alude al psicoanálisis, ya no freudiano, sino al terapéutico desarrollado después de la segunda guerra mundial por Víctor Frankl, con la logoterapia, y al modelo clínico de From, donde subyace, aunque ellos no lo enuncien, la idea de pancreación (mencionada también por Raúl Renán en el prólogo), desde la óptica de Dussel, que la asocia a la autarquía: es decir, a la autosuficiencia, o a la capacidad de crearse a sí mismo. La poeta nos pone de frente a los elementos negativos de nuestra composición emocional, racional y moral. Nos patea en la ética para ver qué tan fuertes están los músculos que unen la intención con la acción. Nos habla de este mundo: habitado por hombres/niño que “gruñen/como niños pequeños/dentro de la cuna”, por hombres que viven sólo para la aprobación del patriarca, hermano, hijo, padre, jefe o él mismo amándose en el espejo (aquí un extracto del poema Estatuilla de labios rojos, donde la imagen es clara): “Él/se ornamenta para ellos (…) Ya nunca me dejarán sollozando”, o por hombres no sólo mutilados emocionalmente, sino también llenos de lástima por sí mismos (cito el poema Enmugrecido: “estiro mi gruesa mano/para saludarles (?) No, / para exigirles una moneda/ porque ―yo tengo amputadas las piernas―”. Pero también por mujeres amantes de la necrófaga necedad de ser acariciadas por la mano de un homicida, de un coprófago; mujeres que se rinden y vagan vacías por las calles, huecas: “Pies desgastados con los que me voy/ sin blusa/ y sin rostro/ hacia una calle cubierta/ de todas las costras de la existencia”. O que se dejan morir en el aliento fétido del que muere en la espera de la Nada, o Magdalenas que se instituyen en monumentos agrietados para el dolor: “El abandono de mí es desposeerme/ desgarrarme el vientre y odiarte/ para querer morderte la lengua cuando me beses/ y dejo caer mi cabello/ caer los labios menguados/ mis ojos se mueren/ en el silencio del sonido me alejo/ de los colores del misterio/ para arrinconarme/ cerca de ti/ con los pies amoratados”.

El uso del ritmo y de las consonantes es de un balance pulcro: las (m) se agolpan como un redoble de baquetas: marchan, desploman el ánimo, lo levantan, y luego mandan al lector al suelo mordido o apaleado por palabras. Acopla los sonidos a base de asonantes entrecruzadas; un zurcido en zigzag que va empujando el cuerpo textual hacia un final que remata con el nudo preciso de las consonantes que armonizaron el poema. Gusta de usar la (r) junto a vocales suaves, para después apuntalar con las (p), que dan un impulso violento al carácter (ph)álico. Un ejemplo es el poema El tierno algodón del cielo: donde las (v) suavizan los versos antes de las (p): “Ve cómo el agua pesa” y “ven pequeña”. Luego varia el sonido débil en (s) y (k): “siéntante en mis piernas” y “te voy a contar un cuento”; luego hila la (s) a las (m) y a la (k) en estos dos versos: “sobre el metal negro en las muñecas/de cómo mi (…)” para proseguir con la (rr) y la (p): “padre rompió una paloma”, para concluir la estrofa con elegancia y sutileza al mezclar las (m) con vocales suaves (u) y (a): “de la humedad en las lágrimas” y con la (v/b) y (s/z): “y la belleza del sufrimiento”.

Adriana Tafoya entra en la conflictiva del género, y deja claro que no es la mujer el icono del desprecio hombreril, sino lo fémino. El carácter “débil”, atrofiado, la creación misma del patriarca abolido, enfermo de impotencia. En estos versos se desmitifica el lastimero modo de ver el mundo; abre los ojos al ciego y le muestra el horror de sus adentros. Deja que el cojo camine en muñones para entender que su corazón murió con sus piernas, con su humanidad destruida por un tráiler conducido por el abuelo del padre de su tatarabuelo, por un Adán semiótico y suicida. Y también por una madre adicta al lobo/hombre, al carnívoro deseo de llenar la existencia con carne, con pelo sucio. Desde mi perspectiva, Sangrías está dividido en tres partes: en este texto abordo sólo la primera (a manera de introducción); prefiero dejar al lector que explore por propia cuenta este libro que perfora con violencia la delgada carne de la mente, “y todo esto sin una gota de sangre”.


Sangrías. Ediciones El Aduanero, 2008. México, DF.
*Texto publicado en ARCA revista de filosofía y poesía.

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