Por Enrique González Rojo Arthur
Adriana Tafoya tiene, respecto al
infierno, derecho de picaporte. Entra y sale de él cuantas veces le parece
necesario. En este movimiento, su numen asume la encomienda de ponernos en
relación con el lado oscuro de la sangre, la podredumbre que atraviesa de
puntitas por la sala o la crónica de cómo un padre “rompió una paloma”. Posee,
además, la virtud de rescatar para la poesía toda esa realidad –no solo de
brasieres, calcetines y pantaletas, sino de sangrías, eyaculaciones y “feroces
improperios”—que se despliega en los escondrijos de la cotidianidad. Adriana
realiza esos terroríficos itinerarios al averno –a un báratro sito a lo largo y
a lo ancho del aquende –porque “no podemos esconder nuestra basura”. La poeta,
para hacer lo que hace –y lo que hace es hacerse y deshacerse ante nuestra
vista--, necesita de una cualidad que es fundamental para toda poesía hecha al
borde del precipicio: la audacia. Tafoya tiene la cualidad envidiable del
atreverse. Gusta de decir lo que los otros y las otras no tienen la valentía de
hacerlo. A esta cualidad, además se suma otra no menos significativa: la
“sabiduría del contraste”. Enarbola, pues, la audacia de ir hasta “las
situaciones límite de la expresión”; pero sabe matizar el ácido resultado de su
temeridad, con la expresión edulcorada de la flor, el agua o el “colibrí de
miel” de la compensación.
Mayo del 2008
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