lunes, 28 de diciembre de 2020

“Animales Seniles”, ópera prima de Adriana Tafoya

 


Por Max Rojas


Uno acaba cadáver sin remedio alguno y en cualquier momento. Sin aviso, sin toques de campana o tiempo de correr a la cantina y echarse los últimos mexcales antes de emprender el viaje. Uno nace con su raya fijada en algún punto del futuro, y hasta ahí se llega. Uno se baja –o es bajado, en muchas ocasiones—del camión y se diluye en sombras. Uno acaba y, al acabar uno, todo acaba. Los cuerpos y las cosas, las ideas y las buenas o las malas aventuras, los amigos y los libros, el café y los cigarrillos. Todo acaba.

Dicen por ahí que la muerte es lo único parejo que lo único que hace tabla rasa empareja a todos. Pero, es falso. Hay muertes dignas y muertes humillantes, muertes absurdas que llegan demasiado pronto y con modales de asesino despiadado y muertes que se tardan demasiado en llevarse a ciertos personajes y librarnos de ellos.

No se elige. O, como decía un filósofo alemán del siglo pasado, “Nadie puede quitarle a otro su morir”, pero tampoco es dable elegir el tiempo y la manera de la propia muerte. Salvo los suicidas, claro. Pero, en la inmensa mayoría de los casos, el suicidio no es sino una escapatoria falsa y no un acto de –en verdad—morirse de su propia muerte.

Sí hay, sin embargo –y me contradigo un tanto--, como antesalas que señalan la cada vez mayor proximidad de la señora muerte. El desvencije de los cuerpos y las almas, la entrada en lo caduco, ese proceso largo y desgastante y cruel en que se aún se está en este mundo así sea malamente, pero ya no se está en él del todo. Animales Seniles, pues, como titula Adriana Tafoya a éste, su primer libro de poemas. Como morir a cuentagotas y, de contra, morir sin muchas ganas de tener que hacerlo.

¿Cómo llamar a una poesía que nos golpea y nos desuella, levanta ámpulas, abre cicatrices que nunca van a cerrarse, una poesía dura, que flagela, inmisericorde y, sin embargo, está llena –y nos impregna—de una ternura desolada?

Una alondra con púas o un erizo cubierto por una gruesa capa de musgo humedecido. No se me ocurren otras imágenes para ubicar (y ubicarme yo, al mismo tiempo), ante este libro de Adriana que me atrae y repele, al mismo tiempo, fascina y horroriza como un desfile de espectros en medio de las furias de la noche. Un conjunto de sombras, entre grotescas y terribles, lastimeras y lastimantes que se arrastran o bailan o fornican y aman entre luces lívidas, relámpagos oscuros.

 

Sólo al poeta –y Adriana Tafoya lo es, sin duda alguna--, le es dado inventar mundos y recrear universos. Como los magos, el poeta –la poeta--, se saca las palabras del sombrero y las convierte en fuegos fulgurantes, incendios que nos queman o nos salvan de morir ahogados en la chatura de una vida que carece de horizontes y lo gris domina y oscurece todo. El poeta logra, sin embargo, y lo logra Adriana, y hace que lo sórdido nos muestre su faz radiante, su rostro más amable, así sea el fulgor de un foco malicento o al través del vidrio de una botella de cerveza.

Todos vamos, de un modo irremediable, para seniles animales, ilustres vejestorios, carne en desencarne, cáscaras rodantes, objetos en desuso, casi casi cementerios que hablan y caminan. Pero, aún con esto y más, son y somos, o seremos, también y sobre todo, sencillamente humanos. Pasión y fuego, realidad y mito, imagen y palabra, carne viva que arde y fuego apasionado, pero hay, y hay, desde luego, poesía, buena, excelente poesía, como esta con que Adriana Tafoya contempla a los seniles. Una mirada de dulzumbre con algo de piedad –que no de compasión--, por los que sienten de cerca los pasos de la muerte.

Por todo esto y por lo demás, gracias Adriana.

 

Diciembre de 2005.

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