miércoles, 30 de diciembre de 2020

Sobre los "Rituales de la Tristeza" de la poeta Adriana Tafoya



 
Por Eduardo Hurtado Montalvo

 

Para recorrer estos rituales hay que internarse de lleno en esa zona donde la violencia, la fealdad, la repulsión, el encono, la orfandad, la pena o el fracaso engendran la belleza. Lo hacen a la sombra de una emoción dotada de colmillos penetrantes y toxinas diversas, apta para enquistarse en otras y teñirlas de irisaciones complejas.

Los rituales, aquí, no se ejercen por excepción: pesan en cada acto y cada palabra que lo formula; en el sentido litúrgico del término, implican oficios cotidianos. Abarcadora, omnipresente, la tristeza extiende su dominio como veneno y piedra de serpiente, como enfermedad y remedio. Hace brotar la rabia con su porción de espuma pegajosa /y en el acto la corrige con dosis pertinentes de clemencia y ternura. Ocurre así que la poeta, al “fantasear” con la idea de someter a un anciano a las delicadezas del amor, presiente su rancio hedor a tabaco, vislumbra un sudario en su deshilachada  camisa de cuadros, anticipa sus exiguas posibilidades de lograr una erección y, aun así, extrae de algún fondo entrañable una raro afecto, un chispazo erótico, para redimir a ese viejo desechado que habita en las honduras de todo ser humano.  

La verdad modifica la vida, parece asumir Adriana Tafoya. Servida por los sentidos, una verdad inestable, perpetuamente preliminar, circula por sus versos. Verdad que surge de la zona más desapacible de lo real, pero que desborda los límites del sufrimiento para mezclarse, como en la vida misma, con pasiones más tersas: el amor, el ensueño, la hermosura. De estas bodas emerge un auténtico bestiario, hecho de seres híbridos y muy reales que en algo recuerdan la fauna nutrida y anómala del alucinante imaginario de Eduardo Lizalde: el deseo-chinche, el amor-onagro, la musa-mochaglandes, la progenitora de exterminios.

Cada ser humano guarda un escondite  apartado en su propio interior. En su adentro más recóndito, Adriana Tafoya averigua los nombres ocultos. Y los descubre ambiguos, porque el niño feliz dice llamarse olvido, casa triste, caldera con cenizas, tijeras viejas; porque la historia de amor apasionada se proclama cadáver, vuelo menor, pelusa que arde; y porque el pulcro amante solo responde a líneas que son escarnios, que son ultrajes, carne al pastel, cucaracha carnívora, alimaña lujuriosa, paticorto romántico.   

Experta en blandir la furia y la ternura, como el mejor Neruda de las Residencias, la autora abre vacíos en su ser para evitar que la muerte la devore; para sembrar, en la mínima nada de su historia, un simulacro de plenitudes:

 

Se llama y da nombre

                           a lo que es

              a las cosas y al otro.

Hace de su boca y de su puño cripta

            un pájaro muerto

                                   un hato de plumas amarillas

             Se rodea se circula se silencia

y en verdad cree

              que la linterna del ocaso

 

lo protegerá de la noche

y su árbol de ramas misteriosas.

 

Explorar la oscuridad con la linterna del ocaso es un gesto conmovedor y heroico,

 una tentativa sobrehumana destinada al fracaso. Como la poesía, que en la perspectiva

 de la muerte no es más, pero tampoco menos, que un fruto pequeño y jugoso destinad

o a sosegar la sed intermitente de los vivos.

El fracaso, en el sentido mallarmeano de esta palabra que suele aterrar a la inmensa

 mayoría, es un concepto central en la poética de Adriana Tafoya. Para el poeta francés,

 todo poema se gesta en la matriz de una imposibilidad: la de que el lenguaje alcance

 a expresar la misteriosa relación entre azar y destino implicada en toda obra, de

 manera especial en un poema. De forma paradójica, el origen de todo poema anida

 la conciencia de este impedimento original. Y más aún: salvar el obstáculo, si eso

 fuera posible, representaría una derrota mayor para el poeta, cuya verdadera

 victoria echa raíces en no alcanzar jamás: “Vence sólo quien nunca consigue”, sostiene

 Pessoa, para luego concluir: “Sólo es fuerte quien se desanima siempre.”    

Esta certeza es el origen de otro elemento central en la poética de Adriana Tafoya: la ironía.

 Se trata, en sus manos, de una estrategia eficaz para desmontar la compleja tramoya de los

 automatismos cotidianos. En sus poemas opera mediante un extraño juego de alternancias

 (ocultar/mostrar, rechazar/abrazar, hipnotizar/alertar, ofender/halagar), juego que en voz

 de los solemnes desembocaría en mera vaguedad, y que a lo largo de estas páginas procrea

 visiones que nos permiten atisbar la infinita complejidad de lo real:   

 

Seamos oscuros

y huyamos de la elocuencia del cielo,

apretemos con las piernas tantos pájaros como sea posible madurar

         hasta que revienten de blancas y puras plumas,

como hacen las más tercas, temibles y amorosas muchachillas

con su manchón de vellos.

Entonces volarán los gorriones de la garganta

                          y es posible –que solo así– estemos listos

para alcanzar el elegante mármol del cementerio y ser

                                 un puñado

                                                                de flores agresivas.

 

La belleza, lo supo Freud y lo formuló Lacan, es un espejo de la muerte. “La belleza hace el vacío”, dice María Zambrano. De ella se vale el poeta para borrar la inmediatez, con toda su órbita de apariencias, y en ese oscuro vano sembrar nuevos mundos que, estando en este mundo, son más hondos y reales. Del amor a lo bello, entendido como pasión por todo lo que nos emplaza más allá de lo inmediato, nacen los rituales tiernos y tristes, rabiosos y tristes, sombríos y claros y tristes, de Adriana Tafoya.

 

Eduardo Hurtado Montalvo (México, D.F., 1950) es poeta, editor y ensayista. Estudió Letras Hispánicas en la

 Universidad Nacional Autónoma de México. Ha colaborado en diversas editoriales de poesía. Fue jefe de 

producción de la revista Vuelta y editor en jefe de La Jornada Semanal. De 1996 a 2000 diseñó y coordinó 

las actividades culturales de la Casa del Poeta Ramón López Velarde.

Es autor de los siguientes libros de poesía: La gran trampa del tiempo (1973), Ludibrios y nostalgias (1977),

 Donde conversan los amigos (1981, en Ediciones de Punto de partida), Rastro del desmemoriado (1986), 

Ciudad sin puertas (1991), Puntos de mira (1997), Sol de nadie (2001), Las diez mil cosas y Bajo esta luz 

y aquí (antología bilingüe, francés-español, editada en Canadá). En 2004, Editorial Aldus publicó su libro de 

ensayos Este decir y no decir. Forma parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte y es tutor de poesía

 en el Programa Nacional de Jóvenes Creadores. Junto con José Emilio Pacheco, Antonio Deltoro y Fabio

 Morábito representa a México en el patronato de la Casa de los Poetas de Sevilla.

 

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