martes, 11 de febrero de 2014

Ha nacido un niño: de la irónica ternura a la tierna ironía



Por Carlos Santibáñez Adonegui

Adriana Tafoya, Los cantos de la ternura, Ed. VersodestierrO poesía para evolucionarte y ser, (Col. Poesía sin Permiso), fotografía y diseño de portada: Andrés Cardo, versodestierro@gmail.com, México, marzo 2013. Reseña por: Carlos Santibáñez Andonegui.


El dar a entender lo contrario de lo que se expresa, es ironía. Cuando la voz de la poeta afirma en la obra que nos ocupa: “Ni te amo hijo ni te odio,/ esto lo hago indiferente/ y morirás antes que la flor/ termine de brotar”, hay ironía, porque en una mujer que deja morir a su hijo o lo mata, no puede haber indiferencia. Hay ironía en el hecho de que tengamos que buscar los elementos mitológicos previos de que esa mujer probablemente sea una diosa o un ser del inframundo que trata de asemejarse a ella. En la mitología, es Hera la esposa de Zeus, quien intenta matar al niño que Zeus su marido, ha engendrado con otra, (sea Semele o Perséfone dependiendo la versión) fuera de matrimonio. La ironía está en que la referencia mitológica se disimula en este poema, al punto de insinuarse apenas al mencionar que el feto al que se trata de asesinar es hijo de Bacchus, nombre que hace factible invocar a Baco, el dios del vino, el que libera a uno de su ser normal mediante la locura, y a partir de ahí, reconstruir que el niño era hijo del hijo odiado, asesinado, resucitado en tanto fruto de los amores de Zeus, padre de los dioses, con una “no tan diosa”, como Perséfone o Semele, y la ira de la esposa de Zeus, Hera, diosa de diosas lo perseguía para matarlo pero de alguna forma el niño era salvado en parte, sea trasplantado al muslo del padre o mediante la treta de salvar su corazón, única parte del cuerpo que los rayos no habían destruido, de donde el dios de dioses lo rescataba para volverlo a plantar en la matriz de la madre, o dárselo a comer, haciendo al niño nacer así dos veces. Es así en la mitología, pero en este poema tendríamos que adelantarnos a saber esto, para entender que es la diosa de diosas quien advierte al hijo de Baco: “Irónico será verte/ jugando al tigre/ con un mechón/ de mi melena”. A lo mejor llegado a este punto ya pudiéramos empezar a decirle a Adriana Tafoya: “Elemental mi querido Watson”.

Se ha sugerido que los ritos dionisíacos pudieron jugar alguna influencia en el ritual cristiano de comer y beber el cuerpo y la sangre de Cristo. Es irónico que se pueda emprender la lectura de este poema sin referentes que apuntalen suficientemente esta otra lectura. Por aquello que alguien dijo alguna vez: con la ironía no se juega. Pero eso también es irónico. De la ironía no puede zafarse la poesía en general, pero tampoco se vale abusar de ella. Si su sentido era tan hondo como proyectar el destino del hijo del odiado como aquel que no es Amo, ni del verbo amar, se deben dar más pistas. Una de ellas: la ironía. El mundo no podrá durar otro milenio según han empezado a demostrar ecologistas, pero ni eso podrá cambiar definiciones de anteriores milenios que más vale prepararse a admitir tal como están. Por ejemplo el amor hacia un feto que se anima a venir a la vida, que nada tiene que ver con estos versos de la autora en la obra que nos ocupa: “No pondrás un solo pie/ en los jardines,/ estúpido retoño”. Porque pasando al plano social, el aborto, cuando es necesario o de carácter legal, según lo instruyan las diversas legislaciones en cada lugar, no se produce nunca con el deseo en sí de matar al feto, de matarle de mala fe, sino se admite como un “menos mal”. Por eso, calificaría de excesivamente arriesgada la postura poética de Adriana Tafoya en su opúsculo: Los cantos de la ternura. Desafiar el sentido elemental de amor al recién construido es algo que yo nunca hubiera hecho. Hacerlo, o seguir estimando a la persona que lo hace, requiere una justificación teórica del tipo de justificaciones que puedan recaer a la escena de El extranjero de Albert Camus, en que al protagonista no le causa ningún sentimiento aparente la muerte de su madre, como acabo yo de hacerlo con traer a cuento los ritos dionisíacos misteriosamente filtrados al ritual cristiano. Los misterios dionisíacos son tan importantes que una teoría, el dionisismo, rastrea en ellos las raíces del arte literario y la tragedia. En tiempos más recientes Bultmann y otros opinaron que la teofanía dionisíaca estaba transferida a Jesús. Se sabe que el milagro de la transformación del agua en vino ya estaba antes de Cristo aunque de otro modo. Se suponía realizado indirectamente en unos recipientes dejados en reposo al alto vacío por sacerdotes adoradores de Dionisio. Lo cierto es que los palestinos ya estaban familiarizados con la transformación del agua en vino como milagro antes de que lo actualizara el evangelio; a casos como éste la teosofía judeocristiana aplica el nombre de “causas primeras”, sin que por ello pierdan un ápice de su valor, al contrario, esto les aumenta el misterio. Tampoco es aplicable a estos casos el apotegma byroniano retomado en Rosario Castellanos y que estaba también en Baudelaire y antiguos clásicos, de que “matamos lo que amamos, lo demás no ha estado vivo nunca”. Eso es otra cosa: eso es que creemos amar a alguien y sin querer le estamos poniendo “la inicial de fuego”, la dolorosa marca de nuestro amor. Es trágico y ya. Ni modo de no amar a nadie. Tampoco estamos ante otro de los flancos más sabrosos de la ironía: la irreverencia. Qué va. Estamos ante la ironía lindante con lo canalla. Dionisio, o Baco, hijo de Zeus, raíz de la vida indestructible se ha etiquetado como deidad de vida, muerte y resurrección. Su hijo debió ser la versión corregida y aumentada. (En ese tenor la mitología habla de Acis, un príncipe siciliano). Al faltar elementos o ser sólo rastreables por especialistas, debemos situar el alcance de la ironía de Adriana Tafoya en el valor de trascender el acto de parir por parir, sin reparar en consecuencias, sin obligarse al compromiso por amor, de educarle, orientarle, sacarle adelante o, como se dice, no darle la caña sino “enseñarlo a pescar”. Cuánta irónica ternura se desprende en estas fechas, de los Nacimientos, y cuán lejos se está de comprender la tierna ironía de nacer. Se cae en la simpleza de parir y ahogar el compromiso en celebración momentánea, y en el hombre suele ser aún más cobarde porque, en muchos casos olvida de que hizo un hijo o una hija y llega a abandonarle a su suerte, y eso sí: él es hombre ¿eh?, puedeproclamarse hombre y que se lo celebren en todos los foros. Y decretar oficialmente que eso es un hombre en no sé cuántos países, en no sé cuántos idiomas, y se prohíbe pensar que vaya a ser de otro modo. Que encarcelen a quien no piense como él. El hombre machista, traidor hasta con él mismo, reafirmado en más de setenta países que proclaman su rechazo a otras formas de sexualidad, pero de eso, qué poco se sabe, qué poco se habla, y cuánto se calla. Pues bien, esto es lo que yo resalto en la lectura del poema, convertido en breve libro, por Adriana Tafoya, publicado en la fina colección “Poesía sin Permiso”, de su editorial Verso Destierro. Pero que en realidad es parte del poemario inédito Los rituales de la tristeza y que en tanto obra de arte difícilmente pudo haber sido hecho con la sola intención de “gustar”. Su propuesta vale por un arte que no nace para gustar, como el feto de esta historia poética, sino para mover y remover estructuras. El verdadero valor humano en el hecho de parir, se ha perdido en tantos casos, al no asumir el compromiso de que HA NACIDO UN NIÑO, lo que tanto se dice de dientes para fuera en estos días de Nochebuena, y concretarse a parir en forma autómata, lo que ha llegado a ser más común de lo que parece, y es tan cruel, tan crudo, que es posible requiriera una metáfora igualmente sucia y cruel como la que emplea la autora, de odiarlo de plano, irse al otro extremo y propiciar incluso su exterminio o desaparición. Sólo por esa intención de destruir para construir, de señalar lo peor para propiciar lo mejor, acepto el traslado de la “voz” o la “mirada” autoral hacia la infamia, y la distancia respecto a un manuscrito anteriorque este poema exige como una petición de principio, ¿letanías satánicas?, investigación documental medievalista en causas instruidas por herejías y confesiones inquisitoriales para quema de brujas como: “Apagaré la luz/ para que no me encuentres”, que jamás podrán ser inspirados por Dios, sino precisamente, por quien ha reconocido la Iglesia Católica también en recientes modificaciones a su Santa Misa, no es, no puede ser objeto de aquella sangre preciosa que fue derramada para el perdón de los pecados. Por eso ya no se dice que la Preciosa fue derramada por nosotros “y por TODOS los hombres (y mujeres) para el perdón de los pecados, sino solamente por MUCHOS”.

El resplandor no siempre viene de la luz, a veces nos acerca a la peligrosa “luz bella”, que es “luzbel” (el diablo), así cuando la madre asesina profiere: “No debí radiar/ y obsequiarte el colibrí dorado.// No debí radiar/ y concederte la palabra”, así sea luz y sea bella, no es más que luz bella: Luzbel. La luz bella enreda al poeta, es una trampa. En ella cae la mujer cuando asume en forma destructiva su superioridad ante el hombre.  “No te engañes, no soy virgen/ los hombres no me son ajenos./ Tú eres niño/ es ese tu lugar/ en el que derramo mis gorjeos/ y donde con violencia/ se aprietan las flores”.
No es tan cierto. Siempre se ha sostenido la creencia –y no se ha podido derogar- de que detrás de un gran hombre, hay una gran mujer, en el fondo no tan pasiva como parece, y la convicción, que cualquiera puede constatar, de que muchísimos hombres dan a las mujeres algo material a cambio de su amor, por más que a muchas les urja darse por robadas. Hay de todo, pero en la balanza vemos que el hombre tiende a dar algo a quien desea o ama. Y no a quedarse con todo o gastárselo en copas y farras. La vida no es mitología. No es la mujer la víctima y el  hombre el victimario o viceversa.
Y es que la definición de la ironía, va más allá del “canon”. Hay cosas que queremos englobar bajo la palabra “canon” y prenderles fuego como a los regalos de un novio traicionero. Pero la verdad es que ni siquiera se inmutan con nuestra ceremonia rosa de prenderles fuego en el jardín. La ironía es una de ellas. Dar a entender lo contrario de lo que se expresa o de lo que es, es tan antiguo como la poesía misma; podrá ser manejado de muchas maneras y a virtud de ello defender que ha dejado de ser figura retórica en tanto no se adscribe a un solo verso o unidad reconocible dentro del texto, sino se expande como por prodigio, y esto desde luego es un logro, porque hace avanzar la ironía impregnando a todo el texto, pero no significa que ya no sea ironía.
La obra que nos ocupa, utiliza la ironía en tanto expresa puntos de vista que parecen incongruentes o tienen una intención que va más allá del significado simple o evidente de las palabras o acciones: lo criminal repugna a la naturaleza humana y se vuelve punible en el momento de hacer daño a quien se aventura en el riesgo de vivir, como lo hicimos todos alguna vez para estar aquí, aun cuando seamos sus autores aparentes porque la naturaleza nos usa en calidad de instrumento de su creación; no somos omnipotentes, respondemos a un plan. Si hay propuestas antipoéticas e inhumanas, son lanzadas aquí a partir de una plataforma irónica que se construye con antelación: “No consideré que mataras mujeres,/ no anticipé que sangrarías/ a tu hermana/ nunca medí que tomaras/ al mundo/ al universo/ como una propiedad”.

Pero ni la poesía, ni la mitología, ni nada justifica el que una mujer quiera matar al fruto que trae dentro de sí; que lo planteen estos cantos, lo acepto como visión irónica a la que se antepone el epígrafe de Balzac “El amor odia todo lo que no es amor”, pero a ese epígrafe opongo este otro también de Balzac: “Ninguna mirada me ha servido para iluminar este mundo”,  y en completa ironía, concluyo: Y mucho menos ésta.


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