miércoles, 5 de febrero de 2014

La malicia del sentido (breve aproximación a la obra de Adriana Tafoya)

Por José Miguel Lecumberri



Ligada siempre al proceso creativo se encuentra la necesidad de destruir lo presente, nada nos evoca con más claridad este ciclo esencial del mundo fenoménico que la “malicia” de los niños, esa voluptuosidad del juego que constituye la espléndida crueldad del universo, una sutil, delicada violencia que se encarna ternura y barbarie a un mismo tiempo, como lo poetiza Adriana Tafoya: “Qué bueno era mi abuelito/cuando estaba borracho,/un ataúd para dulces/pudo ser su caja…”
En ningún otro lugar, sino en la infancia se aprecia la cruel voluntad de las cosas por emanciparnos del mundo material, así la imaginación de un niño no es sólo una herramienta de desarrollo cognitivo y espiritual, sino un arma de lo absoluto contra la insignificancia de la criatura, porque los niños saben desde siempre que “Es muy difícil hacer bella la felicidad. Una felicidad que sólo es ausencia de desdicha es cosa fea”, según lo dijera Jean Cocteau.
En Malicia para Niños de Adriana Tafoya, hay algo que remite directamente al Maldoror Lautreamontiano, un yo poético que se desliga del metadiscurso y deviene juego, perversidad e inocencia entremezcladas, voz sin voz de una infancia perdida entre sintagmas y una musicalidad disonante que se paladea magia de sirenas o diamantes vacíos para princesas con olor a alcohol.
Los niños son “felices”, precisamente porque son por esencia maliciosos, porque, como escribiera Estrabón “imitan máximamente a los dioses” y es justo esa malicia la que se traduce en una gratuidad benevolente e imparcial, tanto de ternura como de crueldad. Tan es así, que la poeta nos dice, en un tono severo y al mismo tiempo cómico: “Toda niña como Azul,/quiere ser princesa”, esa preocupación, esa cualificación social y económica de una ensoñación divina, es producto del decaimiento en la condición de adulto (Adriana lo sabe), de la corrupción de los valores naturales intrínsecos a la que llamamos madurez, pues, como concluye Adriana Azul: “Jugará con su diamante/de otras formas./Puede jugar/a que dentro de la piedra/muchas voces canten/y logren que el diamante/se convierta en una enorme/caja musical.”, ese diamante que no es más que un cristal de bisutería, en manos de la niña-princesa se convierte en un artefacto mágico, como el espejo de Alicia o la sombra de Peter Pan, pudiendo convertirse en cualquier cosa, desde una estrella, hasta una canción o una dimensión paralela con mundos inexorables.
Hablando del abuelo, el querido borracho muerto, Adriana dibuja unos versos de profunda clarividencia que dicen: “Me imagino que su piel/está como envinada…”, el objeto de deseo, una singularidad que no cabe más que dentro de una caja de dulces, se explica en una especie de mitología de la interacción adulto-niño, como la dualidad de la acción hablar-comer que en versos de Adriana se describe de la siguiente forma: “Su boca sonreía resignada/como si supiera/que iba a ser comido,/como un postre,/un afrutado dulce/para muchos animalitos/pequeños/e innumerables”. Esa interacción adulto-niño representada por la dualidad hablar-comer, manifiesta especialmente en los trabajos psicoanalíticos de Jung, como una relación esencial entre el mundo fenoménico, caracterizado por el consumo, el acto de comer, de absorber las propiedades de aquello de lo que uno se apropia, ya sea un dulce o un abuelo muerto, y el mundo psíquico caracterizado por la producción de conceptos o afectos, lo que Adriana deja entrever claramente al identificar al niño, ese yo poético, disfrazado de la resignada sonrisa del abuelo.
Otro elemento que no escapa a la aguda visión de la poeta es la tragedia de ser un niño, aquello de lo que todos los adultos hablan al referirse a su niño interior, como guardado en un ataúd de juguetes terribles por haber sido demasiado vivos y demasiado inciertos, Adriana nos cuestiona al escribir: “…no sé por qué/lo que más amamos/lo queremos guardar en cajas”, lo cual me recuerda a aquellos reclamos del Corazón al Desnudo de Baudelaire en el que nos dice que el amor, tras ser un sentimiento puro, “afición a la prostitución”, se convierte rápidamente en algo corrupto, “afición a la propiedad”. De esta forma, al niño se le enseña a acumular, a que, contrario a la naturaleza libre del goce, se debe aprisionar lo que uno considera bello o placentero, una especie de esclavitud mutua entre el objeto y el sujeto, convirtiendo así al niño en un inepto para el desapego, un frustrado respecto del flujo incesante de realidades e ilusiones, lo que hoy llamaríamos: un burgués.
Aunado a esta fuerte y comprometida crítica de los supuestos valores que inculcamos en los niños, Adriana muestra con un hermoso tono satírico, las opiniones del propio niño como una superposición a las palabrerías impuestas por los adultos, como se lee en el poema de Dinosaurios, en el que pese a la recomendación de la abuela de no leer ningún libro que pudiere trastornar la fe del niño, éste concluye de forma tajante, libre y evidentemente mística: “…Pero no sé (de todos)/cuál será; si Zeus, si Jesús,/si Jehová, si Horus, si Thor/o Alá, en fin,/yo prefiero los libros de dinosaurios”, es este misticismo satírico, esta revolución de la inocencia sobre el desbarajuste en el que los adultos nos sentimos seguros, nuestras insignificantes certidumbres, nuestras patéticas experiencias, el que da al niño su máxima libertad, su perfecta identidad con el caos primigenio, fauces del uróboros eternamente abiertas, receptivas, que nunca caen en el delirio de los prejuicios ni de la necesidad de un sentido, pues la infancia ciertamente es lo único que tiene sentido, carece de esa maldición de la carne que busca su último reposo en su primer aliento. La infancia es el espíritu de una situación sin espíritu, el corazón de un mundo sin corazón. El niño sólo avanza pues para él, no hay más que laberintos que son juegos y que no tienen ni necesitan un final o una meta, ya que todo, por simple o bizarro que sea, puede ser transmutado en juego, como lo poetiza Adriana: “Con inteligencia/todo basurero es un tesoro.”
Esa inteligencia elemental, es lo que llamamos inocencia en los niños, la capacidad, que todos o casi todos perdemos, de poder experimentar el mundo y no necesitar sus consecuencias, esto es, el niño sabe que su mundo es muy distinto al de los adultos y, se resiste a aceptar el paradigma que se le impone, por eso Adriana escribe con su voz de niña: “Debo acercarme a la ciencia,/para hacer magia”, el niño sabe que debe cumplir ciertos estratagemas o imposiciones de los adultos, pero tiene una sabiduría aun más valiosa, la del disfraz, la del ardid, el niño es un sabio impostor, un elegante usurero de verdades, un custodio de las revelaciones más espirituales de la materia. En pocas palabras, todo niño es un mago melancólico.


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