Por José Manuel Ruiz Regil.
Adriana Tafoya, con la malicia –poética- que la caracteriza,
plantea un poemario que anuncia ser un réquiem por la humanidad (Los rituales
de la tristeza). Y juega con el lector en estos cantos –diez- (Los cantos de la
ternura), que como las sephirot, pero
a la inversa, descrean la vida manifestada en la tierra –al menos la humana-.
La autora quiere distraernos con algo que pareciera anecdótico: el asesinato de
un hijo. Y logra, por instantes, estremecer la buena conciencia del lector
superficial que piensa en el infanticidio o el aborto. Sin embargo, la
profundidad de la voz poética de Tafoya se enraiza mucho más allá del mundo
carnal, aunque su asunto, paradójicamente, lo sea, en esencia. Es la voz de la
diosa madre, dadora de vida, la esencia misma de las cosas que hace acto de
contrición y se arrepiente de haber engendrado semejante vástago. Su desprecio
macabro destila la ternura de quien reconoce que su obra está mejor en la
basura; que es preferible eliminarla a atestiguar el desgobierno en que se encuentra.
Y, sin más, con esa indiferencia amoral que tiene la naturaleza para crear o
aniquilar lo vivo, “cicatriza la grieta del suelo donde florecen sus canarios”.
Rechaza, entonces, al hombre (particular y universal) que
con su soberbia quiso enseñorearse de todo, mancillando lo bello y sutil. Y le
destruyó en la cara su inocencia. Secularizó su vagina y lo dejó huérfano de
esperanza. Sin embargo, la indiferencia declarada de la “madre de rostro negro”,
ese “ser de cenizas” que “guarda sus ojos”, no desconoce el dolor. Y lo desmorona en esa nada donde la forma no genera un nombre todavía,
para nacer otros hijos en esa “isla de trigo”; pero nunca más un hombre.
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